Llegamos a casa justo antes que mi papá y mamá. Set se dirigió a su cuarto y poco después, salió con el pelo mojado y ropa limpia. Luego, hizo por alistar sus cosas dentro de su mochila para el día siguiente mientras yo lo miraba. Mientras eso ocurría, no pude evitar preguntarme por qué nuestra relación entre hermanos era tan distante, apenas y hablábamos. No iba negar que me dolía que accediera a contarle cosas a Susana pero a mí no. Así como yo, él prefería pasársela encerrado en su cuarto para evadir las agotadoras discusiones entre nuestros papás. Solo había un par de momentos en el que nos acercábamos: cuando a alguno le caía un regaño o cuando las cosas se ponían mal y el miedo nos obligaba a buscar consuelo en el otro.
Dimos un respingo cuando la puerta se abrió. Mamá iba con una sombrilla que dejó en cerca de la entrada, se deshizo de su abrigo y colgó sus llaves. No me había dado cuenta que afuera llovía. Me levanté de la silla, ya no tenía sentido seguir ahí. Además, papá volvería dentro de poco y lo que menos quería era tener que cruzarme con él.
Ya en mi cuarto, me acerqué a la ventana. Las gotas caían con tal fuerza que se estaban empañando y empecé a dibujar sobre ella, pequeñas caritas felices hasta que todo terminó. El viento gélido rozó mis mejillas y me hizo temblar al mismo tiempo, pero no me quejé. Esa temporada siempre fue por mucho, mi favorita, porque no importaba cuántas nubes grises flotaran en el cielo, nunca era tarde para ver salir al sol o la luna, respirar el aroma a tierra mojada, admirar el follaje húmedo de los árboles, a los animales sacudirse… el silencio llegaba y con él, la calma. Lo que más quería.
Había tenido intenciones de ponerme al tanto con unas cosas que tenía pendientes, pero al final el cansancio me superó que no me quedó de otra que meterme bajo las sábanas.
Podía ver la casa. Me veía a mí, a los seis años, a la misma edad que ahora tenía Set, corriendo por el pequeño jardín que mi papá se preocupaba de cuidar y que cada dos fines de semana apodaba para tenerlo en buen estado. A mamá, que nos buscaba para decirnos que había preparado ensalada de frutas y que lo mejor era si esperábamos a que los fuertes rayos del sol bajaran un poco para volver a salir. Papá le dijo que no podía, pues estaba en media labor de cortar las rosas marchitas de los rosales que nos habían regalado mis abuelos. Entonces, mamá se volvió a mí y me pidió que fuera a lavarme las manos, pero me negué. Quería seguir con lo mío: pensar en una mejor manera para que los castillos de tierra que hacía salieran perfectos. Mi puchero, lejos de convencerla para que me dejara jugar por más rato, solo hizo que se inclinara más a mí y se diera cuenta de lo roja que tenía la cara por el sol. Cuando le hice saber que no me había puesto protector solar, con mayor motivo me hizo regresar a casa casi a rastras. Adentro, me decía que era muy importante que fuera más cuidadoso, pues me solían salir manchas blancas si me exponía mucho al sol. Casi le dio un infarto cuando vio cuán sucio había quedado mi pantalón gracias a la tierra y al verdor del pasto. Y yo bufé, cansado, pensando en si no tenía otra forma de molestarme. Quería jugar, no que me recordara todo lo que tenía que hacer para lucir siempre limpio. De la nada, papá entró a la casa y se quitó los guantes con los que antes le hacía a la jardinería. Al ver que mamá no podía hacerme entender que había sido suficiente, se acercó y quiso saber qué era lo que pasaba. Mamá se lo explicó y entonces él se sentó a mi lado para convencerme de cambiar mi ropa. Sin más remedio acepté y con gran esfuerzo fui hasta mi cuarto. Cuando bajé, me encontré con la sorpresa que la casa lucía muy diferente. Las paredes estaban de otro color, los cuadros y los muebles en otro lugar. Era como si estuviera en una casa ajena. Llamé a mis papás y conforme caminaba, me costó más encontrarlos. Miré por las ventanas y vi que el cielo se oscurecía, lo que me llevó a angustiarme. Mi corazón empezó a latir más de lo normal y una extraña sensación que dio inicio en mi pecho, se repartió por mis brazos hasta llegar a mis piernas. Sentí mi frente y las manos bañarse en sudor al tiempo que me costaba respirar. Mi voz fue transformándose en gritos que soltaban sus nombres y no tenían respuesta. Corrí a las ventanas y cerré las cortinas al creer que alguien me observaba. Ni siquiera me dio para sentirme triste, más bien traicionado. Porque ellos, que sabían cuánto le temía a la soledad y a la noche, se habían ido sin dejar rastro. Gritos y más gritos, llantos desgarradores y una voz que me decía mi nombre, terminó por hacer que abriera los ojos.
Set no paró de sacudirme hasta que al fin reaccioné. Confuso, me incorporé sobre la cama y revisé la hora. Eran pasadas las diez de la noche. Ya sabía el por qué estaba ahí. Iba con una cobija y uno de sus peluches favoritos. Me hice a un lado para dejar que se acostara en la cama. Ni la fuerte lluvia que había vuelto a caer, logró disminuir los gritos que venían de abajo. Suspiré y fui a la puerta del cuarto para cerrarla por completo.
—Abel, ¿sabes qué vamos a cenar hoy? Tengo hambre.
Negué con la cabeza.
—Espera un poco a que se calmen y cuando ya no estén abajo, veo qué hago para que comas. ¿Si? Mientras duérmete.
Set asintió y se acomodó mejor para abrazar con fuerza a su oso de peluche. Lo tapé bien con las cobijas y pasé mi mano por sus rebeldes mechones claros. Sus largas pestañas, que subían y bajaban en un intento por mantenerse con los ojos abiertos, al fin descansaron así como él un sueño profundo. Me aseguré de que estuviera en una buena posición y le di un corto beso en la frente, antes de decidir que era mi momento de salir del cuarto.
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Editado: 04.12.2024