Cáliz de Sangre

Capítulo LI

El aire en la habitación era denso, no por el calor, sino por esa calma forzada que antecede a los acontecimientos importantes. El reflejo que el espejo le devolvía no disipaba la inquietud que la habitaba. Eleanor, de pie frente al tocador, ajustó con delicadeza uno de los mechones sueltos que caían con terquedad sobre su frente. Había algo en su semblante, en la mirada fugaz que evitaba sostenerse en sus propios ojos, que delataba más que simple nerviosismo. No era la vanidad quien la retenía allí, sino esa vaga sensación de desasosiego que no lograba nombrar.

La tela del vestido acariciaba su piel con la liviandad de un suspiro, y aunque el corsé le ceñía el cuerpo como si quisiera retener el aire mismo, no era la prenda la causa de su respiración contenida. Era otra cosa. Algo en la noche que se avecinaba la inquietaba, como si presintiera que no regresaría siendo la misma.

Unos pasos amortiguados por la alfombra se detuvieron al otro lado de la puerta. El golpeteo suave que siguió confirmó su intuición.

—¿Puedo pasar? —la voz de Beatrice, siempre comedida, se filtró con dulzura.

Eleanor se volvió hacia la puerta, aún con un alfiler entre los dedos.

—Sí, madre.

La condesa ingresó con la elegancia medida de quien ha sido educada para no perturbar la armonía de ningún espacio. Su mirada recorrió a su hija de pies a cabeza, y un destello de ternura apenas disimulada suavizó sus facciones.

—Estás preciosa —dijo simplemente—. Tu padre ya ha comenzado a recibir a los primeros invitados. ¿Estás lista?

Eleanor asintió con un leve gesto, aunque la respuesta no le naciera del todo del corazón. Tomó su chal con lentitud, como si cada movimiento pudiera retrasar lo inevitable, y se obligó a sonreír.

—Lo estoy.

Beatrice esbozó una sonrisa tenue y le ofreció su brazo. Eleanor lo tomó, y juntas abandonaron la habitación.

Más carruajes comenzaron a alinearse frente a la residencia Whitemore cuando la última claridad del cielo apenas se aferraba al perfil de los árboles. La noche descendía con una solemnidad oportuna, envolviendo la mansión en una atmósfera de luces tenues y promesas discretas. Criados abrían puertas y ofrecían su brazo a damas enjoyadas, mientras el mayordomo dirigía con voz baja el ingreso de cada invitado hacia el vestíbulo.

Y entre todo ello… una presencia que aún no había llegado, ya ocupaba el rincón más inquieto de su mente.

En lo alto de la escalinata principal, Eleanor observaba desde las sombras de una de las columnas de mármol del segundo piso. No era usual que se organizara una velada así, ni que su padre se mostrara tan insistente en que ella participara. Pero esa noche tenía propósitos distintos: Henry Whitemore, junto a otros socios influyentes, buscaba tejer alianzas en torno a la expansión ferroviaria y las nuevas rutas marítimas hacia el este. Por eso no solo aristócratas llenaban el salón, sino también algunos caballeros de fortuna más reciente: industriales, financistas, hombres cuya riqueza podía rivalizar con la de cualquier título antiguo.

Los pasos resonaron contra el suelo. Primero los de Nicholas Everleigh, firmes y meticulosos, como si midiera cada movimiento por su utilidad. Luego los de Lady Rose, suaves pero decididos, envuelta en una capa de encaje ciruela que dejaba entrever un vestido de raso perla. Su andar tenía la gracia discreta de quien ha sido educada para no llamar demasiado la atención… pero tampoco desaparecer.

Finalmente apareció Charles.

Eleanor lo reconoció al instante. Un par de miradas se deslizaron hacia ella apenas él cruzó el umbral, mientras Eleanor descendía con suavidad, como si recordaran en voz baja lo que no se decía en público. El peso de esas atenciones era sutil, pero estaba allí. Como si todos supieran —o esperaran— que él se acercara a ella.

Eleanor se obligó a mantener la compostura, descendiendo los últimos escalones con una expresión serena. Su vestido sencillo lavanda, cuya falda caía con gracia, adornada apenas por un patrón de discretas flores de lis bordadas a mano. El encaje marfil en las mangas aportaba un detalle de ternura y refinamiento sin opacar la sobriedad del conjunto. No llevaba joyas ostentosas, solo un broche antiguo heredado de su abuela, pero su presencia bastó para que más de uno dirigiera la mirada hacia ella como si algo en el aire se hubiera alterado.

Lady Rose se acercó para saludar con una inclinación leve; Nicholas hizo lo mismo, sin demasiada ceremonia. Charles, en cambio, sostuvo la mirada de Eleanor apenas un segundo más de lo necesario.

—Lady Whitemore —dijo, en un tono que intentaba ser cordial, pero que cargaba con un matiz de algo más—. Está usted... espléndida esta noche.

—Lord Everleigh —respondió ella, sin permitir que el silencio se extendiera demasiado. Su sonrisa era tan perfecta como fría—. Me alegra que haya podido venir.

Él pareció buscar algo más que decir, pero se vio obligado a apartarse cuando nuevos invitados llegaron tras él. Eleanor aprovechó el movimiento para deslizarse unos pasos hacia el interior del salón, como si el deber la llamara. En realidad, solo quería espacio.

Los criados se desplazaban con precisión casi coreografiada, portando bandejas con copas de cristal fino, rebosantes de vino blanco o champagne. El murmullo de conversaciones, en su mayoría masculinas, flotaba por el salón como un tejido ligero: rutas, barcos, inversión, política colonial. Había rostros conocidos entre la aristocracia, pero también figuras nuevas, con ropas menos ostentosas, aunque igual de costosas. Hombres que olían a carbón, sal y ambición.




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