Comenzaba a brillar el Sol, llevándose al fin la oscuridad en la ciudad de Duala, en Camerún. Era la primera noche de oscuridad absoluta para todos, por lo que la mayoría —asustados— no había conseguido dormir.
En la plaza principal había un grupo de personas, todas con el rostro demacrado, mostrando así el cansancio de no haber dormido y a la vez el miedo que causaron los últimos acontecimientos. La mayoría de los aparatos electrónicos habían dejado de funcionar y los que no, tenían problemas para cargar, prometiendo así el mismo final. Las señales de los teléfonos estaban muertas, también las de televisión y las de radio; todas las antenas habían dejado de funcionar.
De pronto una mujer se acercó corriendo. Su rostro mostraba el mismo cansancio que el resto, pero lucía aun más desesperada.
—¿Qué te pasó, muchacha? —preguntó una mujer de edad avanzada.
—Necesito ayuda, por favor —respondió Julienne, jadeando y con la voz quebrada—. Mi hijo es electrodependiente y su máquina se averió con la tormenta solar. Teníamos otra guardada, pero se le está acabando la energía y para cargarla hay que enchufarla a la corriente eléctrica.
—Tranquila, vamos a ver qué podemos hacer, esto no puede estar así para siempre.
—¿Y si es así y la energía no vuelve? Nunca había pasado algo así antes.
Todos la miraron en silencio. De una u otra forma ya habían pensado lo mismo. Julienne comenzaba a llorar, había peleado por la vida de su hijo por seis largos años y no podía dejar lugar a la duda esta vez, su hijo tenía que sobrevivir. Las señoras mayores se acercaron tratando de consolarla, abrazándola y dándole ánimo. "Ya verás cómo todo se soluciona", decían.
—Creo que tengo un generador viejo —dijo un hombre—. Voy a mi casa un poco más allá y vuelvo.
—Le agradecería mucho que me lo preste mientras esto se soluciona —sonaba un poco más esperanzada.
—Aun hay gente buena —decía la mujer mayor—, ya verás que con fe todo se arregla.
Luego de unos quince minutos volvió el viejo, con el generador en un carrito de arrastre.
—Funciona, muchacha —dijo con una leve sonrisa.
—No sabe cuánto le agradezco, señor.
—No agradezcas aún. Funciona, pero necesitamos gas para que ande. Le queda muy poco en el estanque. Te garantizo una hora de funcionamiento como mucho.
—Veré qué puedo hacer, muchas gracias.
Le dio un abrazo y comenzaba la marcha de regreso, cuando de pronto la luz del día cambió de color, el cielo se volvió de un color verdoso, el sol se veía de color blanco y una ráfaga de calor azotó el planeta. Muchas personas cayeron desmayadas, incluso una de las mujeres que la consolaban comenzó a convulsionar, hasta que finalmente murió.
Julienne corrió hacia su casa arrastrando el carrito con el generador eléctrico. Comenzaba a sentirse mareada, la nariz le sangraba y le dolía la cabeza, el calor la agotaba rápidamente, pero la voluntad de una madre puede más que las fuerzas de la naturaleza. Tropezó en el camino, pero se puso de pie rápidamente, sólo para ver al generador rodando cuesta abajo. Lo alcanzó, pero ya no servía para nada, hasta el estanque se había roto y estaba filtrando. Se quedó en el suelo llorando por unos minutos, pensando en su pequeño hijo. Luego retomó la carrera, corriendo lo más rápido que las circunstancias le permitían.
Al llegar a su casa su mamá lloraba, la nariz también le sangraba.
—¿Qué pasó, mamá? —preguntó Julienne, temiendo lo peor.
—Se averió la otra máquina.
Corrió hasta la habitación donde estaba Eric, su hijo de seis años, quien con una cansada expresión en su rostro la miró derrotado. Julienne rompió en llanto, sentada al lado del niño. Eric la tomó de la mano y le regaló una pequeña sonrisa.
Al atardecer el cielo seguía sin su color y el sol tambien seguía blanco en la puesta más triste que jamás se vio. Julienne salió al jardín de la casa con el rostro empapado en lágrimas y se tiró al suelo abrazándose a sí misma, buscando algún tipo de consuelo.
Cuando empezaba a anochecer los militares salieron a las calles, algo que asustó a todos. Anunciaban toque de queda. Nada funcionaba, y en la oscuridad de la noche los crímenes amenazaban con dispararse.
En la noche, bajo el brillo de la luna y las estrellas, Julienne cavó en el jardín trasero un profundo agujero, para darle una sepultura a su pequeño hijo, antes de que el calor comenzara a descomponer el cadáver. No había a quién llamar ni como hacerlo. Algunos vecinos tenían a sus muertos descomponiéndose en una habitación, pero ella no iba a permitir que el cuerpo de su bebé pasara por eso. Con un llanto desgarrador, ella y su madre terminaron de enterrar al pequeño Eric antes del amanecer.
Editado: 17.02.2022