Canciones en Paris

Prólogo

Mierda, no pensé que fuera tan difícil...

Pero no tengo recuerdos de mi vida pasada, Bogota, con sus inmensos edificios, bulevares grafitiados y aquella séptima intransitable donde el arte secunda las calles de la Torre Colpatria hasta la plaza Bolivar, se desmoronan ante mí como piedras dominó. No sé con certeza cómo me las arreglaré para escribir este libro. Pero he aquí lo primero que se me viene a la mente cuando deslizo los dedos por la computadora: los rescoldos de una infancia precaria. Una niñez cargada de maletas y sueños. ¡Vamos! Tampoco tengo intenciones de contar una triste historia, ¿por qué haría algo así? Mi intencion no es hacerte sentir mal... Pero sin duda tendré que dejar algo de mí por aquí si quiero que esto funcione...

Y de verdad quiero que funcione...
Joyce... dijiste que serío sencillo.

Tómalo como un diario... —fueron sus palabras exactas mientras se subía al autobús que lo llevaría a un sitio donde no podría acompañarlo—, como un tiempo contigo misma. 

Mentira. 

Una vez más, he caído en su red. En esa manía suya de hacer las cosas fáciles cuando en realidad son todo lo contrario. Aun puedo llamarlo y decirle que se vaya al carajo. Pero lo conozco tan bien que ya puedo predecir su respuesta; solo si tu lo haces primero. Digamos que hay un interés de por medio en todo esto. Y a lo mejor es uno que nos involucre juntos de nuevo. Y nada mejor que estar juntos de nuevo. Bien, ya que no puedo volver atrás y arrepentirme de esto..., continuaré.


Aquí vamos.

No seas tan duro conmigo, lector.

Nací bajo un techo de zing, en un barrio de mala muerte donde más vale no transitar sin compañía pasada las doce. Mi madre me parió en casa junto a su hermana mayor, y ellas mismas se encargaron de cortar el cordón umbilical que me unía a mi madre. Ahí estaba yo, cubierta de sangre y de algo bizcoso que en este momento no puedo recordar su nombre pero sé que es algo importante en el embarazo. No era la primera vez que ocurría un evento así en casa, antes de mi me habían sucedido varios primos y hermanos, algunos muertos y otros enredados con el cordón. Para nadie fue un suceso el hecho de que a mi mamá se le rompiera la fuente y fuera a parar de gatas en la ducha de la casa. Todos sabían que estaba preñada desde hacía un tiempo, pero pocos podían imaginar quién era el padre, sentado en algún sofá en otra casa, leyendo a lo mejor el periódico, escandalizado por una que otra reforma del país, mientras su esposa en cinta le escuchaba desde el rincón. Estaba tan normalizada esta situación, que a nadie se le ocurrió llamar a urgencias y calmar las contracciones que adolencian entonces a mi madre. Quizá en forma de castigo por hacer "cosas de adultos" cuando todavía jugaba con muñecas cuando nadie la veía, o eso fue lo primero que pensé diez años más tarde cuando me contaron la historia. El agua de la tina arrolló mi cuerpo apenas tuve contacto con el mundo.

Fue necesario darme una palmada en las nalgas para despertarme. Mis pulmones se llenaron de rigor y eché a presumir la buena salud que Dios me había dado.

—María Gabriela, asi se llamará, como su abuela paterna —dijo mi madre, envuelta en sudor y lágrimas, sin imaginar todo lo que tendría que trabajar a partir de ese momento para darnos de comer.

Haberme colocado el nombre de mi abuela no nos valió su cariño y aceptación. Jamás nos reconoció como familia, pese al honor que se le había dado. Aún en sus últimos días, cuando fue mi madre quién atendió sus malestares y la cuidó como nunca me había cuidado a mí y mi hermano, no pareció convencida de relacionarse con nosotros.

Es normal entonces que mi nombre me deje un sinsabor en la boca. Con un trasfondo como ese, cualquiera que pueda inventar me parecerá mejor.

Además, fuera de ese contexto, nunca me gustó del todo mi nombre, cómo los demas lo pronunciaban, como hacían mofas con él y me perseguían hasta hacerme llorar. Un nombre cristiano de bajo perfil idóneo para una jovencita de bajo perfil. Acabaría odiandolo incluso en la adultez.

Con el tiempo me di cuenta que tampoco encajaba del todo con mi personalidad, y al igual que aquella sociedad disfrazada de oveja, que buscaba lo malo a lo bueno y satanizaba toda clase de modernidad, debía dejarle atrás. Y así nació Gaby. El personaje que mueve las riendas de mi vida. GABY. Esa niña que a los doce años se pintaba los labios y recortaba sus faldas hasta los muslos. Gaby. La chica que había hecho la catequesis vestida de blanco, con listones satinados, piedrecillas, y tobilleras de lana, y luego había sido vista fumandose un porro a dos cuadras de la iglesia. Gaby. La ricachona de Barcelona.

Solamente Gaby.

Cuando conocí a Leandro Fernández, era Gaby en mi voltaje más alto. Si alguna vez tuve que fingir para agradarle, no lo recuerdo. Conoció la peor versión de mí y esa hizo su esposa, pese a las mujeres que lo cortejaban, modelos promesas de Victoria Secret que perseguían su fortuna. Él las hizo a un lado y abrió el camino solo para mí. Y sin embargo, no estaba segura de tomarlo, de caminar por esa pasarela de rosas que Leandro había preparado para mí. En realidad, ni siquiera era capaz de imaginar sus intenciones.

Nunca supe como acabé gustándole. Nadie lo habría imaginado, con todo y que éramos mejores amigos.

Leandro es y será el amor de mi vida, y nótese que cuando digo "el amor de mi vida" lo que realmente quiero decir es que fue el único romance donde me sentí segura, amada y en ocasiones, también muy feliz. Ya había mantenido contacto con hombres antes, muchos de las cuales terminaron por convertirse en encuentros desagradables, y aunque sé que no le he pedido permiso para citarlo en estas páginas, aun así me tomaré la libertad de describir al engorroso personaje de Miguel, de quien todavía ahora me acuerdo gracias a los traumáticos escenarios sexuales que me dejó.




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