A petición de Navarro, he estado visitando la cafetería Demoiselle las últimas dos semanas. Copiando las palabras exactas de mi amigo, mi compañía en este momento de tensión familiar sentaba de "magnifique".
Yo era algo así como el abogado de ambos parientes. E Intervenía de vez en cuando.
Todavía estaba tratando de averiguar si el inesperado rumbo que tomó mi vida iba para bien o para mal, pero, decidida a romper el círculo de indiferencia que con frecuencia me alejaba de las crisis ajenas, terminé aceptando de buena gana el desafío.
No me puedo quejar de mí nuevo trabajo de medio tiempo, ¿Es qué tenía yo algo más importante que hacer en el cuchitril de mi departamento?
Jane Eyre se había quedado con su galán, Elizabeth Bennet por fin había admitido su error al juzgar mal al Señor Darcy, y el final de Como Agua para Chocolate seguía siendo tan perturbador como lo recordaba...
El temperamento de Raphael variaba con las horas —cuando Blair acudía sin avisar a la cafetería, es probable que olvidara hasta como respirar—, seguía defendiendo su lado de la historia. Casi como un vencedor, asimilaba la ausensia de su hermano como prueba de que Joyce solo era un muchacho muy testarudo, y le faltaba madurar para entender "ciertas cosas".
—Aún no sabe lo que quiere. Él busca aferrarse a lo que conoce, pero los tiempos cambian, y el corazon, también —me reservé mi opinión sobre esto.
De ninguna manera podría considar a Joyce como el malo de la película, pues si algo tenía a su favor, era que no había hecho nada para merecerse tal golpe.
Y así se lo hizo saber. De una manera sutil, por supuesto. Con palabras que esconden más palabras: el clásico lenguaje de las mujeres.
Como abogada de ambos, intenté hacerle ver lo retorcido de su testimonio. Pero terminó haciendo caso omiso a mis palabras, y a cualquier comentario que lo persuadiera de lo contrario.
Luego recordé que el era un abogado de verdad, y, supe que no había nada que hacer por aquí. Me tenía a sus pies.
—Eres un ser humano de mierda, pero creo que ya lo sabes.
—Descubriste América.
Le enseñé el dedo del medio y luego nos tomamos nuestro expresso tras los puestos de la barra. Cuando no estabamos discutiendo, podía jurar que hacíamos un buen equipo. Nos complementabamos y distribuiamos las tareas con tal equidad que para la tarde ya no había más nada por hacer. Rapahel me recibía a mediodía parado en el umbral como un policía, y mientras yo ingresaba al local exhausta por la caminata, consciente de que no era la mejor hora para aparecerme, él me miraba con reproche por mi tardanza.
—Estás no son horas de llegada —por lo visto, alguien se tomó mi ayuda en serio.
—Hay mucho trafico allá afuera —por supuesto, yo no me podía quedar callada.
Por primera vez en muchos años estaba usando zapatillas y sudadera en vez de faldas y tacones. Sea por mejor comodidad o por un vano intento de convencerme a mi misma de que hacía algo ejercicio caminando desde mi departamento hasta aquí, el cambio me había dado el aspecto de ser mujer saludable —sí existe este término, ya lo investigué—, y, me hallaba fascinada con esta nueva faceta mía, tanto así, que ignoré la regañina de Raphael.
Fue como azuzarlo.
—Cinco minutos, Gaby, ¿sabes lo que son cinco minutos? Intenta levantarte más temprano, por favor.
—Ni siquiera me pagas —le indiqué, señalándolo con mi botella de agua recién comprada en la esquina. Una de mis uñas casi roza el mentón de Raphael.
Bufó.
—Y menos mal, Gaby, menos mal, porque habrías acabado ya con este negocio. La empresa no tiene dinero para permitirte un sueldo.
—¿Entonces que hago aquí?
Ralhael se encogió de hombros.
—Colaborar, ¿no? —abrí ligeramente los labios para decir algo, pero me detuve—, espero y vengas con energía hoy, porque el día se ve que va a estar movido —se frotó las manos con entusiasmo—. La cafetera, por cierto, la dejaste sucia anoche, ya lo hemos hablado, Gaby... Le sacas la tapa y le botas la borra, por el amor a dios Gaby, no es tan difícil...
—Quedó sucia porque anoche vendiste café en ella.
—Da igual, pero que no vuelva a suceder. Ahora, ponte la camiseta de la empresa y ponte a laborar. No me hagas enojar... —el tono me resultó familiar.
De momento Joyce no se había presentado al bistró por una dizque alergia cogida el mismo día que subimos a la basílica, pero su aura y lenguarez han estado presentes tras los discursos de Sandra, que le tocaba "visitarle" en su piso de la Rue-Saint-Anne.
—¿Joyce está enfermo? —Le pregunté a Raphael mientras cerrábamos caja—, Sandra va a sus departamento todas las mañanas, ¿está grave?
Afuera de la Demoiselle, una tormenta envestía las grises calles de París. Los bulevares, desdibujados por una densa nebilna, apenas y se distinguían entre aquel tétrico paisaje. Hacía un frío de cojones, y eso pareció despertar el hambre en los comensales. Las personas corrían hacia la cafetería con sus paraguas intentando resguardarse de la tormenta. Y nos vimos en la necesidad de correr las mesas de afuera para que el viento no las arrastrara hacia la carretera. El toldo de la Demoissel también hizo frente a la lluvia y amparó a más de un bicicletista que preciso buscaba donde parar un momento.