Candado estaba encerrado en su habitación y no planeaba salir. Era más que obvio que se debía al parche en su ojo; quería evitar dar explicaciones a su familia, especialmente a su abuela, quien, para su mala suerte, tenía el don de leer mentes.
—Esto es molesto —murmuró, irritado.
Tenía razones para quejarse. No podía leer ni ver televisión sin sentir incomodidad. Hacerlo con un solo ojo resultaba agotador y le provocaba dolor de cabeza o sueño. La única actividad que parecía quedarle era quejarse. De vez en cuando, se levantaba de la cama y se miraba en el espejo; su ojo seguía amarillo, aunque no se alarmaba al respecto.
—Ah... —exhaló, con resignación.
De pronto, un ruido en el árbol llamó su atención. Se acercó a la ventana, la entreabrió y chasqueó los dedos.
—Asinóh.
Al susurrar esta palabra, una llama violeta se filtró por la abertura, transformándose en un perro llameante.
—Investiga.
El animal inclinó la cabeza y saltó al árbol. Candado se quedó mirando por la ventana, esperando que su criatura infernal volviera con noticias. Al cabo de unos instantes, el perro regresó, saltando de vuelta por la ventana. Candado se hizo a un lado para dejarlo pasar.
—¿Encontraste algo?
El perro negó con la cabeza. Candado acarició su cabeza, esbozando una leve sonrisa.
—No pasa nada, descansa, amigo.
El perro se desvaneció, y Candado volvió a su cama. Justo cuando iba a acostarse, el reflejo en el espejo lo sobresaltó: allí estaba su propia imagen, sentada con una expresión seria y un facón en la mano. Para colmo, sus ojos en el reflejo eran completamente negros.
—Te dije que volvería, Candado.
Él lo miró con los ojos entrecerrados, sin sorpresa.
—Oh, pensé que te sorprenderías —dijo la figura en el espejo mientras se ponía de pie, acercándose—. Candado, ¿no tienes algo que decirme?
—No tengo nada que hablar contigo. Vuelve a tu celda.
—No creo que sea necesario. Tu cuerpo me ha dejado libre por sí solo. Desde que llevas ese conjuro... cada vómito, cada tos, cada estornudo y cada sobresalto han debilitado mi prisión hasta que ya no queda nada.
—Puedo usar mi poder para encerrarte de nuevo.
—Pero no lo harás.
—Ese conjuro... y el maldito que lo hizo... —Candado apretó los dientes—. Juro que haré que pague. Después de todo, usó a un muchacho inocente para convocarme.
La figura reflejada soltó una carcajada amarga.
—¿Un muchacho inocente? Candado... eres un cobarde. Te has rebajado demasiado.
—No estuviste allí. Luché con todas mis fuerzas. El cobarde...
—Eso es lo que recuerdas.
—Sí... —murmuró Candado, desviando la mirada—. No sé por qué pierdo el tiempo contigo.
El reflejo inclinó la cabeza, su sonrisa volviéndose siniestra.
—Parece que no la querías.
Candado lo miró con furia.
—¿De qué hablas?
—De Gabriela.
La mención de su hermana lo hizo hervir de rabia.
—Cállate. No sabes cuánto la amaba. Daría mi vida por ella.
El reflejo sonrió y, de repente, su mano atravesó el espejo, sujetando a Candado por el cuello.
—¿La amabas? No me mientas en la cara. Tu ira, envidia, dolor y venganza me hicieron fuerte durante todos estos años. Yo te protegí todo el tiempo. ¿Y cómo me lo pagaste?
Candado sujetó el brazo del reflejo con fuerza.
—Encerrándote.
—¡NO! Intentaste matarme. Y cuando ella... cuando ella te necesitaba, la defraudaste. Eres una maldita basura.
El brazo del reflejo comenzó a desintegrarse lentamente.
—Se te acaba el tiempo —se burló Candado.
—Puede que haya sido de la manera más cobarde posible, pero te lo diré aquí y ahora: tú la asesinaste.
Candado quedó petrificado, sus ojos se ensancharon al escuchar eso. Sin embargo, el reflejo continuó.
—Cuando te des cuenta de lo que te dije, me necesitarás. Y volveré a ser fuerte. Después de todo, yo soy la maldad, la ira, el dolor, la envidia. Todo lo negativo me fortalece, porque soy Odadnac.
Soltó a Candado y desapareció, esbozando una sonrisa.
—No soy ningún cobarde —murmuró Candado mientras se arreglaba la corbata. Pero, pese a la firmeza de sus palabras, comenzó a dudar. Su corazón latía con fuerza.
—¿Por qué? —se preguntó en voz baja, apoyando la mano en su pecho.
En ese momento, alguien llamó a su puerta.
—¿Qué?
Desde el otro lado de la puerta, una voz respondió:
—Soy yo, Hammyi.
—(¿Hammyi? ¿Acaso es una niña de cinco años?) Lárgate —dijo con frialdad, mirando la puerta—. Y llévate a los que te acompañan. No quiero ver a nadie.