Era las 8:30 de la mañana de un 23 de julio.
Candado se despertó sintiendo un ambiente cálido a su alrededor. No era extraño: su madre estaba a su lado, abrazándolo, mientras la estufa encendida mantenía a raya el frío exterior.
—Mamá... —murmuró.
Candado sonrió y posó una mano sobre la mejilla de ella, disfrutando el momento.
—No quisiera levantarme si estás conmigo.
Con los ojos aún entrecerrados, intentó volver a dormirse. Pero entonces, la puerta de la habitación se abrió con un leve chirrido. Una figura entró de puntillas. Era Hammya.
Candado, instintivamente, cerró los ojos y agudizó el oído. Cada paso de la niña resonaba en el suelo limpio, libre de obstáculos. Ella se acercó hasta la cama, y él entreabrió un ojo con disimulo. En la penumbra, distinguió el brillo de los ojos rojos de Hammya, intensos como brasas en la oscuridad. Su expresión parecía preocupada, algo que Candado entendió de inmediato por la situación en la que él se encontraba.
Hammya extendió una mano, posándola suavemente sobre la cabeza de Candado, sin saber que él estaba despierto. Después de unos segundos, sonrió y susurró:
—Recupérate, Candado... Todos te esperan. Yo te espero.
—Gracias.
—¿Eh? —La sorpresa de Hammya quedó atrapada en su garganta.
Candado sostuvo la muñeca de Hammya y, con cuidado, se incorporó. En la oscuridad, sus ojos no podían captar sus expresiones faciales, pero seguía viendo el resplandor de los de ella.
—Buenos días, Hammya —dijo en un susurro.
Ella intentó no gritar, mordiéndose los labios y asintiendo rápidamente.
Candado soltó su mano y volvió a centrarse en su madre. Con ternura, acarició la mejilla de ella.
—Ya salió el sol, mamá —dijo con suavidad.
Europa frunció ligeramente el ceño y arrugó la nariz, despertándose poco a poco.
—¿Cielo...?
—No, soy yo, mamá.
Los ojos de Europa se abrieron de golpe, y en un instante abrazó a su hijo con fuerza, su rostro iluminado por una sonrisa de satisfacción.
—Buenos días, mamá.
—¿Buenos? No... son maravillosos días.
Tras un largo abrazo, Europa miró a Hammya y la envolvió también entre sus brazos.
—O... oye... —balbuceó la niña, incómoda.
—Buenos días para ti también, árbol sin clorofila.
—(¡Oh! Ya veo de dónde sacó ese humor Candado...)
Europa se levantó, estiró los brazos y sonrió a ambos.
—Iré a preparar el desayuno.
—Por favor —pidió Candado.
—Gracias —dijo Hammya.
Europa salió de la habitación, dejando a los dos solos.
Candado se levantó de la cama, mostrando un pijama púrpura con su nombre bordado en blanco con elegante cursiva.
—Muy bien, voy a cambiarme. Si puedes irte, perfecto. Y si no... bueno, no tengo problemas.
Extendió el brazo derecho, y Hammya, ya anticipando lo que venía, levantó las manos.
—¡STOP!
—¿Qué?
—Ah, digo, ya me voy —respondió Hammya, sonriente.
—Bien. Hazlo.
Ella salió de la habitación riendo para sí misma. Candado chasqueó los dedos y comenzó a vestirse, eligiendo cuidadosamente cada prenda. Tras ajustar su chaleco, guantes y corbata, se peinó con un estilo hacia atrás.
Se miró en el espejo y, al posar una mano en el cristal, murmuró:
—Parece que la jaula está funcionando otra vez...
Suspiró, apartándose del espejo, y salió de la habitación.
En el pasillo, Hammya lo esperaba.
—¿Feliz esta mañana? Vaya —comentó él en voz baja.
—¿Quieres saber por qué?
—(¡Qué gran oído...!)— Pensó, antes de responder:
—No sé por qué, pero no quiero preguntar.
—¿Ah, no?
—No.
Hammya hizo un puchero, pero rápidamente volvió a sonreír. Mientras Candado caminaba delante de ella, sacó las manos de detrás de su espalda. En ellas sostenía la boina de él.
—Sorpresa —dijo, colocándosela de un movimiento rápido.
Candado se detuvo y tocó el copete de la boina.
—Oh, vaya. Eres muy...
—¿Muy linda?
Él la miró en silencio, sin responder.
—¿Qué?
Candado bajó las escaleras ignorando a Hammya, que lo seguía de cerca mientras trataba de obligarlo a contestarle. Al llegar al living, vio a Clementina sentada en el sillón, con Karen en su regazo, viendo la televisión.
—Buenos días, Clementina —saludó Candado.
—Buenos días, joven patrón.