Caos

Introducción

𝕀ℕ𝕋ℝ𝕆𝔻𝕌ℂℂ𝕀Óℕ

 

—¡No lo entiendo! —farfullé, llorosa—. ¡¿Por qué?! ¿qué hice?

Axelle Vitali, mi abuela, se limitó a clavar sus irises oscuras en algún punto del salón; distante. ¿Cómo consiguió lanzarme a los lobos y continuar así, tan normal e insensible?

—Señorita —el hombre trajeado que aguardaba junto a la puerta tocó mi hombro. Sin embargo, no giré, no iba a mirarlo—. Es hora de irnos.

Inconscientemente, sentí mi labio inferior temblar. Había escuchado rumores sobre Vitam: decían que los jóvenes enviados allá eran peligrosos, que se trataba de un camino escambroso hacia la muerte…, que las almas que rondaban los pasillos jamás descansaban. No podía entender por qué las personas distintas —como yo— estaban condenadas a ser encerradas; viéndonos como si fuésemos peligrosos, nocivos, antinaturales.

—¡No puedes dejarlos! —bramé, ignorando al sujeto anterior—. ¡No puedes permitirlo!

La casucha en la que crecí lució tan minúscula que la absurda idea de que las paredes se encogerían hasta tragarme apareció titilante en mi cabeza. Cuando me enteré de que vendrían por mí para llevarme a Vitam, me había rehusado con tanto denuedo y convicción que, estaba consciente, sorprendió a mi abuela; puestos a ser sinceros, no era el tipo de chica que se opusiera tajante ante los demás. Siempre había sido dócil, tan fácil de manipular como una jodida muñeca de trapo.

—Loralie —bisbiseó la mujer que (creí) cuidaría de mí toda la vida—. Vitam es tu lugar. Desde que naciste ha sido tu destino, huir de él es imposible.

Una corriente de incredulidad recorrió mis facciones.

—Vete a la puta mierda.

Entonces, entendí que terminó. La única familia que tenía —por elección propia— se acababa de deshacer frente a mis narices; sin Axelle no me quedaba más que yo misma, y al parecer ir a la academia de fenómenos era lo que debía hacer —no porque quisiera, sino porque esos enormes hombres con trajes ceñidos no me permitirían escapar—. Probablemente, poner un pie en semejante institución sería mi final, empero, ¿qué más daba? ¿dolería más la muerte que la traición de la mujer que quería como a una madre?

—Señorita Sander…

—Si no voy con ustedes, ¿qué me harán? —inquirí, negada.

—Lamento informarle que esa no es una opción factible —contestó, impertérrito, señalando con su dedo índice la placa dorada que colgaba en su pecho y, a pesar de que no lo dijo directamente, lo entendí: «nosotros somos poderosos, usted no es nadie»—. Espero que no nos obligue a emplear la fuerza.

—¡No tienen derecho! —exclamé, frustrada—. ¿Por qué? ¿por qué yo?

Su compañero, que hasta ese momento no había soltado palabra, alzó la comisura izquierda en una sonrisilla cínica.

—Sabemos que es una de los cuatro. Debe acompañarnos —dijo, con un tonillo burlón.

Caí en cuenta de que había dicho «una de los cuatro»; el significado que arrastraba aquella frase era la respuesta a mi pregunta y, sin embargo, sentía que estaba diciéndome demasiado sin realmente explicar nada.

—¿Cómo está tan seguro de ello? —reté.

Lo que obtuve fue una risa cruel, imponente y… oscura. Mi mente no procesó con efectividad todas las sensaciones que provocó esa acción en mi interior: había miedo, pero también incredulidad y frustración. De un momento a otro, lo observé acercarse a mí y quise retroceder; no obstante, su mirada me perforó como una daga, arrancándome la estabilidad, e impidió a mis extremidades funcionar. Sus ojos eran extraños…, él era extraño, diferente, vil.

—Entre nosotros —habló, inclinándose para alcanzar mi altura, y pronunció con una lentitud desesperante—: siempre nos reconocemos.




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