Carolina

Carolina: 5 años.

Carolina: 5 años.

 

Se sentó sola, ya que nadie de sus compañeros quería sentarse junto a ella. La llamaban ‘piojosa’ porque creían que tenía piojos. Carolina sabía que eso no era verdad, su madre se encargaba de comprobarlo todas las semanas. Así que no era por eso por lo que no querían estar a su lado. Ni tampoco porque oliera mal. Ella se duchaba todos los días e incluso había días en que lo hacía dos veces por miedo a oler mal. Carolina era la niña de cinco años más limpia que podías conocer. Tenía que haber una razón lógica para ello, pero lamentablemente, la desconocía.

Carolina se concentró en su tarea; la maestra le habían mandado a dibujar lo que quisieran y ella decidió hacer unas casitas en un gran campo. Sabía muy bien que no sabía dibujar y que todo lo que dibujaba le quedaba desastroso. Sus compañeros se lo hicieron saber el primer día de escuela.

La maestra se dio la vuelta y se sentó en su mesa a hacer lo que hacían las maestras de niños de cinco años. Carolina dibujó la primera casita y, a pesar de su nefasta habilidad de dibujo, pensó que no le había quedado tan mal. Siguió con otra casita y así hasta terminar con las tres que tenía pensado hacer. Luego hizo el campo, para ello cogió un lápiz verde y coloreó una gran parte del folio con él.

Paró un momento. Levantó su cabeza y observó a sus compañeros que estaban sentados en diferentes mesas en grupos pequeños. Estaban riendo y divirtiéndose entre ellos mientras dibujaban. Carolina sintió envidia. Quería pertenecer a un grupo y reír con ellos en vez de estar sola. Pero sabía que sí se acercaba, la echarían a patadas como había pasado en anteriores ocasiones. Se tragó el común nudo que se formaba en su garganta a veces, y siguió coloreando hasta que fue la hora del recreo.

Todos salieron eufóricos de la clase dejándolo todo desordenado, sin preocuparse de recoger sus cosas de las mesas. Hasta la maestra salió igual sin importarle de que todavía había una niña allí.

Carolina, a diferencia de los demás niños, odiaba los recreos. Con suma tranquilidad, recogió todos sus lápices y los metió en su estuche; luego, metió el estuche en su mochila. También guardó su dibujo sin acabar y sacó su comida. Se sentó sola en un escalón de la escalera que daba acceso al patio, y mientras comía, observó a los demás niños jugar. Algunos jugaban al ‘pilla-pilla’, otros al escondite entre los árboles y los que querían tranquilidad; jugaban a pasarse la pelota estando sentados en el suelo.

Su maestra que estaba por allí, se le acercó:

—Carolina ve a jugar, anda.

Le hubiera gustado decirle que no podía jugar con nadie pero sin embargo, calló y se levantó para irse a otro lado, sola. Se sentó en una esquina, a la sombra, y siguió viendo como los demás niños jugaban. Ya se había comido su almuerzo cuando una niña de sexto de primaria, fue hacia ella:

—Quítate de ahí niña—le dijo con voz demandante.

Carolina, que no quería problemas, se levantó y se fue de allí. No quería que esa niña mayor le pegase. La niña de once años y de enormes dientes delanteros, sonrió triunfante y se quedó allí junto a sus dos amigas iguales de desagradables como ella.

Carolina anduvo por el patio sin saber qué hacer. No sabía cuánto tiempo quedaba de recreo y eso la ponía nerviosa. Pasó por un grupo de niñas de su misma clase y una de ellas que la vio, la llamó y Carolina no tuvo más remedio que acercarse. A lo mejor quieren jugar—pensó inocentemente.

Pero se equivocó.

—Sujeta nuestras chaquetas mientras jugamos. Cuándo se acabe el recreo nos las das.

Carolina se quedó con dos palmos de narices y con tres chaquetas que no eran suyas en sus pequeñas manos, mientras veía como las niñas jugaban animadamente a la rayuela.

Cuando la campana sonó dando el fin del recreo, devolvió las chaquetas a sus respectivas dueñas sin recibir un gracias de su parte; e hizo la fila para entrar a clase ordenadamente—a diferencia de sus compañeros que no lo hicieron. Ella solía destacar como la niña que mejor se portaba pero que a la vez era invisible para que la notara alguien.

Volvieron a clase y después de acabar la tarea pendiente, la maestra les mandó hacer grupos de tres para realizar un mural. Carolina volvió a quedarse sola.

—Haz tú uno sola. No hay grupos que necesiten un miembro más—le dijo la maestra.

Se volvió a tragar ese famoso nudo y realizó un bonito mural en una cartulina grande. Cuando terminó, un compañero le pintó con rotulador negro, una gran raya sobre su dibujo y Carolina no dijo nada.

Carolina nunca decía nada.

Se quedó mirando la gran raya negra mientras escuchaba las risas y burlas de sus compañeros. Alzó su mirada y se encontró con los ojos de su maestra. Carolina esperó a que hiciera algo, —pensó que reñiría a aquel niño por portarse mal con ella—, pero lo único que hizo fue desviar su mirada y seguir a lo suyo.




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