Carolina

I

Cuando sonó la alarma abrió sus ojos y miró al techo durante un buen rato. Siempre que se despertaba se quedaba mirando un punto fijo del techo de su habitación silenciosa. Suspiró y se levantó. El frío del suelo hizo impacto contra las plantas calientes de sus pies e hizo una mueca mientras iba al baño.

Después de lavarse la cara, se miró al espejo. No había cambiado nada. Seguía siendo igual de fea que siempre; ojos de un común marrón, nariz pequeña pero respingona, labios pequeños y cara redondeada. Su pelo era castaño claro y le llegaba un poco más abajo de sus hombros. No le gustaba su pelo. A decir verdad, no le gustaba nada de ella. Su cuerpo era espantoso. No tenía casi nada de pecho y por supuesto, sus caderas no eran muy anchas. No tenía nada de especial.

Se desnudó sin volver a mirarse en el espejo ya que sabe que si lo volvía hacer, llegaría tarde al trabajo. Luego de una ducha de agua muy caliente, se arregló con unos pantalones pitillos negros y una camiseta común de su armario. Se recogió el pelo en una coleta bien hecha y se colocó los zapatos que eran unas simples botas bajas. Se levantó de su cama luego de ponerse las botas y fue a la cocina donde se tomó su café mañanero antes de irse.

Se subió a su coche—un BMW de color negro—y condujo hasta llegar a su pequeña clínica. Cuando salió del instituto decidió estudiar para ser dentista, no era una profesión muy espectacular pero a ella le gustaba, a diferencia de sus demás compañeros que se burlaban de ella por querer ser una simple dentista. Pero eso era pasado y ahora estaba en el presente.

Aparcó en su plaza de parking y salió de su coche para dirigirse a la puerta de cristal de su clínica. La recepción era totalmente blanca, parecía un hospital. Sally, una de sus ayudantes, le dio la bienvenida y ella le devolvió el saludo con un leve movimiento de cabeza. Así era Carolina, una mujer silenciosa. Ya en su despacho revisó todas las citas que tenía en el día. Una carie de un niño, un blanqueamiento de un hombre y poco más. Sally entró en su despacho.

—Carolina, tu cita de las nueve ha llegado—le dijo.

—Gracias Sally. Hazle pasar a la consulta.

Se colocó su bata blanca y pasó a su consulta que estaba comunicada por una puerta con su despacho. El niño no tendría más de siete años y ya estaba sentado en el sillón.

—Hola—le sonrió Carolina. —¿Cómo te llamas?

—Peter.

Carolina sintió un escalofrío al recordar ese nombre. Sacudió su cabeza y le volvió a sonreír. Al fin y al cabo, solo era un niño, no era aquel monstruo que le destrozó la vida.

—Abre la boca Peter—le pidió.

Durante el proceso, Carolina le estuvo regañando por no cuidarse los dientes a lo que el niño asintió algo avergonzado. Cuando terminó se despidió del niño diciéndole que no lo quería ver más por allí. Se sentó en su pequeño taburete y se talló el rostro. Le gustaba su profesión pero no le gustaba su vida. La veía aburrida, monótona, sin ninguna diversión en ella. Pero Carolina nunca se divertía ni tampoco reía así que eso estaba bien. Sacudió su cabeza. Ella aunque quisiera no podría reírse. Sería incapaz de hacerlo. Y lo mismo le pasaba con sonreír. Nunca sonreía con sinceridad y ya no se acordaba de como se hacía.

—Carolina, este es el señor Miller, tu cita de las nueve y media—Sally entró en la consulta acompañada de un hombre esbelto y muy atractivo.

Sacudió su cabeza por segunda vez en el día y se levantó del taburete.

—Gracias Sally—dijo. Miró al señor Miller y le indicó que se sentara—Es un blanqueamiento, ¿verdad?

—Sí.

—Abra la boca, por favor.

El señor Miller abrió la boca y observó cómo Carolina trabajaba concentrada en blanquear sus dientes.

De tanto fumar por el estrés sus dientes habían perdido algo de blanco y había pedido cita en su dentista particular, pero como éste no tenía tiempo de atenderle, había encontrado por casualidad esta pequeña clínica. No se esperó que el dentista que le iba a atender fuera una mujer.

Carolina terminó su trabajo y el señor Miller se levantó. La observó quitarse los guantes y tirarlos en la papelera. Ella, que había sentido su mirada en todo momento, se giró para mirarle.

—Intente dejar de fumar—le aconsejó. Sabía que el amarillento de sus dientes era del tabaco. —Le hará bien.

 

(…)

 

Volvió a su casa exhausta. Dejó su bolso en la mesita del recibidor y fue al salón para sentarse un rato. Se inclinó hacia delante y puso su cabeza entre sus manos, estaba harta. Harta de levantarse temprano, harta de que el nombre de Peter le produjera aún escalofríos y náuseas, harta de ser solitaria, harta de ser fría y harta de su vida de mierda. Por un vez se dio el gusto de derramar algunas lágrimas pero pocas, no le gustaba llorar ni delante de alguien ni tampoco sola. Era una manía que había cogido desde que era una adolescente.




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