Patético.
Ryan.
Caminó hacia el fondo del bar. Si le preguntaran por que, el respondería sin pensarlo dos veces que se debía a que era el punto más iluminado del local: habían un par de mesas de billar y unos tipos que parecían estar pasándola bien con el juego y aunque era de los que pensaba que golpear bolas o balones o lo que fuera y llamarlo deporte era bastante absurdo, tal vez podía mirarlos mientras dejaba pasar el tiempo.
El punto era que, por muy creíble que sonara esa explicación, no era cierta. El sabia en su interior que la única razón por la que había elegido esa zona en particular del bar, era para poder mirar a la camarera a la cara cuando volviera con su orden. La mujer a la que ni siquiera podría reconocer si se la encontrara en el metro en la mañana, pero que había despertado un interés en el que no recordaba haber experimentado antes. Todo lo que había podido distinguir de ella era su cabello alborotado.
Había acudido a aquel bar con la esperanza de salir muy tarde, solo para no tener ni la más mínima oportunidad de ver a Judith o a Earl al llegar a casa. N o sabía por qué, pero siempre había uno de ellos en los pasillos en todos los momentos del día. Era como si se turnaran para recordarle que su vida era una porquería.
Pues ese día no, ese día llegaría tan tarde que todos los vecinos estarían dormidos y tan borracho que no recordaría como había llegado. Esto último ni siquiera era tan difícil de lograr.
Vio el brillo de una bandeja y su estómago dio un vuelco. ¿Qué era? ¿Un adolescente hormonado? Era patético. La chica ni siquiera le había sonreído. Claro que no tenía constancia de ello, ya que no había podido ver casi nada de su rostro.
Ella era solo una camarera más, en un bar más. Con un hermoso y peculiar pelo rojo y una actitud de chica ruda que lo atraía... nada más.
No se consideraba a sí mismo de esos pervertido que andaban por ahí analizando a detalle el cuerpo de cada mujer que se cruzaba en su camino, de hecho, tras el divorcio su interés en el sexo opuesto prácticamente se había apagado, sin embargo, parecía haber vuelto a la vida unos segundos atrás.
Aquella chica despeinada, que no era la que en aquel momento se estaba acercando a él. La chica que acababa de conocer no era tan delgada, ni llevaba el pelo lacio recogido en una cola. Se sintió decepcionado, aunque claramente no tenía razones para estarlo. Las camareras no estaban obligadas a atender exclusivamente ciertos clientes.
La chica que ahora lo atendía sonreía como si de eso dependiera su sueldo de la semana y lo miró con un brillo de curiosidad en los ojos.
–Buenas noches. Soy Tina y me encargaré de tus pedidos. –La chica le sonrió y él se sintió obligado a responderle la sonrisa. –Aquí tiene su vino. Si desea algo más, no dude en llamarme, estaré por allá. –dijo señalando el área de la entrada.
El necesito unos cuantos segundos para lograr comprender lo que ella decía, sonrió cuando se descubrió preguntándose se a Tina se le darían bien los trabalenguas. Resultaba graciosa la forma loca y acelerada en que hablaba aquella chica, como si corriera una maratón, sin un solo descanso para respirar.
Tan pronto como depositó el vaso sobre la mesa, la chica se alejó de allí y volvió a su trabajo. Él lo agradeció en silencio.
Intentó mirar hacia la barra, pero no era mucho lo que podía distinguir en la distancia y en la oscuridad. Quizás volvería a verla más tarde, cuando le tocara llevar otros tragos. Quizás ella y su compañera alternaban las idas largas al área del billar.
No debía desesperarse, ella pasaría por allí tarde o temprano.
Pero no fue así. La camarera nunca apareció. Ni una solo vez llevó nada a ninguna de las mesas que estaban a su alrededor.
Al principio se tomó su vino lo más pronto posible, para ver si sería ella quien le llevaría el próximo, o el siguiente a ese.... Pero después de la quinta vez que Tina le llevó su bebida tuvo que admitir que su cabeza explotaría si volvía a escuchar esa voz chillona. Para evitar eso, no pidió nada más. Se quedó allí sentado haciendo nada. Mirando su teléfono de vez en cuando, solo para recordar que a nadie le importaba lo que hiciera con su vida.
Si, era patético. Hasta las camareras de un bar barato lo ignoraban por completo.