Carpe Diem

*14*

Camila. 

 

Camila se estiró en su cama tratando de recordar cuándo fue la última vez que estuvo en su casa un viernes por la noche, experimentando esa poco conocida sensación de casi no tener nada de qué preocuparse. No era que aquella fuera una situación ideal, pero se le acercaba bastante y, ¿Para qué mentir? Si se hubiera imaginado lo fácil que era obtener una noche libre, le habría gritado a Tina mucho antes.

Giró sobre sí misma y subió el volumen a su radio mientras intentaba concentrarse en las voces al otro lado del auricular. Dentro de lo miserable de su existencia aquello se podía considerar decente; estaba tirada en su cama, en ropa interior, con una cerveza fría en la mano y un cigarrillo encendido en la otra; escuchando música a un volumen que probablemente la dejaría sorda en los próximos veinte minutos. Podría acostumbrarse a todo aquello con mucha facilidad.

Le dio la última calada a su cigarrillo antes de aplastarlo contra la esquina más cercana de su mesa de noche para luego levantarse de la cama a regañadientes e ir a la cocina. Abrió el refrigerador buscando algo de comer, pero solo había una dona glaseada y más cervezas, tomó la primera y le dio un bocado.

Volvió hasta su cama arrastrando los pies mientras terminaba con el último trago de su cerveza y se dejó caer contra ella. Cuando se colocó los audífonos, la canción que había estado escuchando había terminado y ahora se escuchaba una voz y una melodía totalmente distinta. Tarareó un poco moviendo los pies y la cabeza al ritmo deprimente de lo que escuchaba.

Cerró los ojos mientras tatareaba la letra de la canción y por un instante, solo por un segundo, se transportó al pasado. A la antigua vida que le había prometido mucho más de lo que en aquel momento incluso podía soñar; a su familia, a sus padres. A la hermana que a propósito llevaba años sin ver...

Si seis años atrás alguien le hubiera dicho donde terminaría, Camila habría reído hasta que le dolieran las tripas, tal vez le habría regalado unas cuantas monedas a quien fuera el atrevido para que comiera algo y dejara de alucinar. Por supuesto que no lo hubiera creído. Ella fue la hija perfecta dentro del matrimonio perfecto. Solo que como todo lo que aparentaba ser perfecto y maravilloso, al final eran solo un castillo de arena que se deshizo cuando el viento le pegó muy fuerte.

Su padre nunca fue más que un cerdo narcisista. Tanto que Camila no recordaba un solo momento en el fuera genuinamente agradable, pero como buen psicópata parecía tener un gran talento para hacerle creer a los demás que era un padre amoroso, un esposo abnegado, comprensivo. Claro que nunca faltó nada en casa. Vivían en una maravillosa edificación en el campo, que se suponía era el lugar perfecto para que su madre, a quien le gustaba decir que era artista, pudiera pintar.

Pero ella casi nunca hacía eso. Tenía un montón de excusas para ello, y al final solo dejó de usarlas y dedicó a tomar hasta la inconciencia y hacer tremendísimas escenas de celos. Nunca se fijó en sus hijas. Ninguno de los dos lo hicieron.

Sus padres habían sido dos idiotas, cada uno de una manera distinta.

Su padre, por ejemplo, solo pensaba en dinero y mujeres, lo cual no habría estado tal mal si no hubiera tomado la decisión de casarse y engendrar un par de hijas, para luego dedicarse a destrozar psicológicamente a tres personas que no tenían la culpa de sus severas carencias afectivas.

El hombre caminaba por la casa gritándole a todo el mundo, y eso en sus días buenos. Al principio, a Camila y a su hermana Mía les divertía mirarlo a la cara y contar cuantos segundos tardaba su rostro en ponerse del mismo tono que su pelo. Pero eso fue solo hasta el día que cruzó la barrera de los gritos; después de eso, no recordaba haber sentido por él algo no que fuera odio.

Su madre, por el contrario, solo era una mujer débil, patética y dependiente de un hombre que no la amaba. Cuando lo notó y quiso cambiar, ya era tarde y entonces se hizo dependiente de algo incluso peor: el alcohol y las drogas. Al final había muerto por una sobre dosis de cocaína, tal vez para arrebatarle ese poder al hombre que la estuvo destruyendo por casi veinte años.

Camila tampoco la había amado. Le costó un poco más de tiempo entender que su madre solo le despertaba lastima, y por eso se había quedado con ella hasta el final.

Al final, el sentimiento más noble lo había despertado su hermana. Ambas se habían protegido, se habían cuidado, pero incluso eso no podía esconder que Mía y ella no eran iguales y lo pero era que Camila ni siquiera estaba segura de que eso fuera malo. Ella había estado llena de odio y soberbia desde hacía tanto tiempo que ni siquiera podía recordar cómo era antes.

Así que cuando su padre decidió irse de la casa y les pidió que se marcharan con él, Camila se negó con todas sus fuerzas y Mía eligió la seguridad que no le brindaba una adicta, mientras ella elegía cualquier cosa que no representara a su padre.

Seis años después continuaba cargando con las consecuencias de esa decisión y sorprendentemente, al pensar en la alternativa, no sentía ni un poco de arrepentimiento.

Había terminado sola, con la vida hecha un desastre y sin ningún plan que fuera más allá de tomarse otra cerveza. No tenía familia, ni amigos, ni siquiera algún vecino con el que pudiera chacharear uno que otro día y darse cuenta de que ella era quien había puesto una especia de muro entre ella y el mundo la golpeó de repente. Hasta las almas solitarias añoraban compañía de vez en cuando, pensó y la idea de que estaba envejeciendo y volviéndose ridículamente reflexiva la incomodó incluso más.



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En el texto hay: humor, chica ruda

Editado: 16.01.2022

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