Camila se miró al espejo por octava vez y se juró, como en las siete veces anteriores, qué sería la última. Si no se apresuraba y salía en ese momento llegaría tarde a buscar a Mía. Y si, había pasado una mañana horrorosa, los nervios la habían hecho vomitar tres veces y tenía un dolor de cabeza espantoso, pero no creía que eso le sirviera de excusa para dejar a mía abandonada en el aeropuerto.
Le envió un mensaje a Ryan para decirle que ya estaba saliendo. Él había estado un poco intenso esa mañana, sobre todo porque ella pasó la noche anterior llorando como idiota porque estaba asustada. Camila no recordaba haberse puesto tan sentimental nunca en su vida, pero suponía que era un efecto colateral de la ansiedad que le había generado.
Se dijo que todo estaba bien con su aspecto y se dirigió con prisa hacia la puerta antes de sentir deseos de pararse frente al espejo una novena vez.
Por suerte, Ryan, en su preocupación, había insistido en que tomara su auto, y que bueno, porque Camila no quería imaginarse el desastre que sería para sus finanzas el ir y venir en taxi desde el aeropuerto. Condujo despacio por la autopista mientras espantaba las ganas de dar vuelta y volver a casa. Debía comportarse como una adulta, tal vez Ryan y Mía tenía razón y era el momento de olvidar todo lo que había sucedido y por lo menos intentar recuperar la relación con su hermana.
Casi una hora después, se encontraba caminando de un lado al otro por el aeropuerto, no podía estarse tranquila sobre todo porque había visto en la pantalla que el vuelo de Mía acababa de aterrizar hacía diez minutos. Una gota de sudor, producto de los nervios, descendió por su columna vertebral mientras Camila le daba otra vuelta al área en la que estaba, buscando el rostro de Mía en cada persona, aunque dudaba que pudiera reconocerla después de seis años sin verla. Miró en todas direcciones por si veía el pelo rojo de su hermana entre la multitud, pero no vio a nadie parecido.
Cansada de dar vueltas, se sentó en un banco vacío que encontró cerca y se dispuso a esperar. Era probable que Mía estuviera buscando sus maletas o haciendo alguna de las cosas que las personas hacían en los aeropuertos. Sintió su celular timbrar en su bolsillo y lo sacó apresuradamente imaginando que sería Ryan para ver cómo iba todo, pero se trataba de un número internacional y Camila supo que sería Mía. Maldijo en silencio preguntándose si su hermana había decido al último momento no viajar y había esperado hasta el final para llamarla. Contestó sin nada de emoción en la voz.
—¿Sí?
— Cam, ¿dónde estás? Llevo rato buscándote —La estruendosa voz de Mía amenazó con dejarla sorda.
—Estoy justo donde me dijiste. Llevo rato caminando de un lado al otro, buscándote — murmuró irritada.
— Pues yo estoy justo aquí y no te veo —respondió Mía con suficiencia— A ver ¿Qué traes puesto?
Camila hizo un gesto de impaciencia poniéndose de pie.
— Jeans y camiseta azul. ¿Eso que importa? Soy yo, maldita sea.
— Creo que ya te vi —gritó su hermana, haciendo que el cerebro de Camila saltara— Trenza roja ¿No?
—Si. ¿Dónde estás tú? — se dio la vuelta buscando a su hermana, pero no la vio por ningún lado, cuando quiso preguntar otra vez, Mía ya había colgado la llamada.
Maldijo otra vez y volvió a dar la vuelta buscando entre las personas que iban y venían, hasta que sintió tres molestos toquecitos en el hombro y se giró en seguida. Odiaba que hiciera eso.
Al hacerlo, se encontró de frente con... ¿Mía? No podía ser ella. Claro que seis años eran mucho tiempo, pero no el suficiente para que ella no pudiera reconocer a su propia hermana. Su pelo, que había sido tan rojo como el de Camila la última vez que la había visto, ahora era de un rubio platino que seguramente la dejaría ciega bajo la luz del sol. Su ropa, que antes había consistido en vaqueros, zapatillas deportivas y remeras había cambiado drásticamente y ahora estaba elegantemente vestida y acompañado de tacones que claramente no necesitaba ya que era obvio que debía sacarle al menos una cabeza a Camila sin ellos.
Camila pensó que pudo, con facilidad, sentarse junto a ella en el metro y no reconocerla. Aunque por la pinta que llevaba, dudaba que Mía fuera asidua usuaria del transporte colectivo.
—¿Mía? ¿Eres tú? — Preguntó para asegurarse de que no fuera solo alguien buscando el baño.
— Claro que soy yo, Tonta.
Su hermana la tomó por los hombros y le dio un largo abrazo al que Camila no pudo responder. Hasta ese momento había esperado silenciosamente que Mía se arrepintiera o que una inesperada tormenta le impidiera volar, pero ahí estaba, junto a ella abrazándola en medio de un aeropuerto atestado de gente. Contó hasta cinco antes de separarse de ella con suavidad.
— Mírate, Cam. No has cambiado nada.
¡Ja! Si creía que la estaba halagando ya podía olvidado de ello. Aun así, se obligó a decir algo.
— Y tú estás tan... diferente.
La carcajada de Mía no se hizo esperar. Se alejó de ella unos cuantos pasos que Camila agradeció y volvió a sonreír mientras decía:
— No sabes cuánto me alegro de volver a verte. Papá se va a morir cuando se entere.
"¡Maravilloso! Vamos a contarle ahora" pensó Camila.
—¿No sabe que estás aquí? — preguntó intrigada.
— Oh no, viajo con demasiada frecuencia así que nos hemos acostumbrado a darnos pocas explicaciones. Y ahora que vivo sola, nos vemos incluso menos. Ambos estamos muy ocupados con nuestras cosas.
Agitó la cabeza dejando todo aquello de lado e intentó sonreírle a su hermana.
—¿Qué tal si terminas de contarme en el auto? Imagino que estás cansada.
— No te imaginas cuánto — contestó Mía con voz teatral.
Mientras caminaba hacia el auto, Camila se dijo que el reencuentro con su hermana no había salido tan malo. Si tenía mucha suerte, dentro de una semana Mía se iría y todo quedaría en paz sin que pasaran mayores acontecimientos.