Camila avanzaba lento entre las lápidas y las estatuas de ángeles, mientras escuchaba los pasos de su hermana detrás de ella. En silencio agradecía que el ambiente tétrico del cementerio hubiera mermado el eterno ánimo dicharachero de su hermana, que a penas había pronunciado un par de palabras desde que se internaron en el lugar, lo que representaba un tremendo descanso para sus tímpanos y sus ganas de morir.
¡Qué afortunados algunos muertos!
Hasta la noche anterior Camila había mantenido la esperanza de que Mía se marchara luego de aquella visita a la tumba de su madre, pero tras encontraste aquella mañana con un lujoso deportivo rojo, desentonado por completo con el modesto edificio de Ryan, esa ligera esperanza se había desvanecido.
Ya llevaba seis días allí ¿Cuándo pensaba largarse? ¿Cuánto más pretendía quedarse después de hacerse llevar la monstruosidad que llamaba auto?
Camila había pensado que reencontrarse con su hermana le haría recordaba lo bien que se habían llevado en el pasado, pero aquella no era la Mía que ella había conocido. Claro que su hermana nunca fue una mansa paloma, pero al menos creía poder recordarla menos irritante y prepotente. Y el que ahora le agregara ese tono de condescendencia la mitad del tiempo, solo lo hacía peor.
— Se siente raro volver —murmuró Mía. Al parecer no podía pasar demasiado con la boca cerrada— ¿Has pensado en que aquí dentro nada parece cambiar? Es terrorífico.
Camila pensó que, al menos, había tenido la decencia de susurrar. Durante las cuatro horas en las que estuvo confinada al interior del auto con Mía, se vio obligada a aguantar que le hablara de un millón de cosas que no quería escuchar o no le interesaban en lo más mínimo, sobre su apartamento, su trabajo, sus amigos, un tipo con el que estaba saliendo y como nunca se había imaginado salir con un asiático. Y sí, lo había dicho justo así mientras Camila intentaba que la cabeza no le estallase. Afortunadamente habían llegado antes de que ella implementara su sexo intento de suicidio y se lanzara del auto en pleno movimiento.
Y si, era cierto que aquel lugar no había cambiado mucho. No sólo el cementerio (porque obviamente no había mucho que pudiera cambiar en un cementerio), se refería al lugar en general. Aquel pueblo donde ambas habían nacido, donde se encontraban la mayoría de sus recuerdos; lastimosamente los únicos felices y también el más trágico de todos.
Camila nunca volvió allí después de la muerte de su madre, porque si los cuchicheos sobre las infidelidades de su padre habían sido una mierda, escuchar como todos hablaban de ellas fue insoportable. Ella nunca quiso ser "la pobre niña", nunca lo fue y de repente en eso se había convertido. Sus amigas se alejaron, las que no, comenzaron a tratarla distinto; las ancianas iban para "brindarle apoyo" pero solo querían obtener detalles sórdidos para poder esparcirlos.
Y los hombres, ¡Por Dios! Esos habían sido incluso peores.
Seis años después de marcharse de allí, era incómodo notar que casi nada había cambiado. La cafetería donde pasaba las tardes seguía en el mismo lugar, el señor Brown continuaba cortando el césped de los vecinos... Era como volver en el tiempo a una época donde todo era diferente, mejor. Las personas que la habían visto crecer caminaban por las calles igual que lo hacían seis años atrás; incluso su casa continuaba como si nada hubiera cambiado, sólo el nombre en el buzón era diferente.
Era sorprendente que nunca se le ocurriera pensar lo difícil que sería ver el lugar en le que creció y darse cuenta de que pertenecía a otras personas.
—Cam... ¿Estás escuchándome? —Mía le dio esos toquecitos en los hombros que ella tanto odiaba.
Se giró hacia su hermana.
—Hablas todo el tiempo. Es imposible prestarte atención después de los primeros cinco minutos.
Su hermana hizo una mueca que quiso hacerla parecer ofendida pero no fue muy eficiente, Mía estaba tan ensimismada que herirla era prácticamente imposible.
— Brutalmente honesta. En eso no has cambiado.
— No he cambiado, en general —continuó caminando sin mirarla. ¿Por qué carajo estaba tan lejos aquella tumba? Quería que Mía dejara de hablarle.
—Claro que lo has hecho. Pero no es algo que quiera discutir.
—No sabes cuánto te lo agradezco —murmuró |entre dientes.
Camila estuvo a punto de besar la lápida de su madre cuando al fin se encontraron frente a ella. Creía que Mía se mantendría callada mientras estuvieran allí, pero una vez más, falló. Su hermana se detuvo a su lado y tras poner las flores sobre la tumba se volvió hacia ella.
— Tenias aspiraciones cuando éramos niñas. Aspiraciones reales, más allá de ser una camarera expulsada de la Universidad pública — hizo una mueca de disgusto, como si estuviera viendo un asqueroso animal rastrero.
—Qué diablos pasa contigo? Es mi empleo —la cara de Camila se volvió roja de rabia y ni siquiera estaba segura de que fueran justo esas palabras lo que la provocaba o simplemente fuera la frustración contenida por días—. Tú no tienes idea de nada.
Si había algo que no pensaba permitir era que Mía quisiera humillarla sólo porque no había escogido el camino fácil.
— Querías ser grande. Bailar, ir a una universidad importante; recuerdo cómo te miraba papá, como si fueras perfecta y pudieras lograrlo todo. ¿Como se pasa de eso a servir café y tostadas?
— De alguna manera tenía que pagar las cuentas cuando ustedes se largaron. ¿Crees que fue fácil?
— El dinero no es problema, Camila. Nunca lo ha sido —Por primera vez Mía se veía incómoda, molesta, y Camila pudo haber regodeado en ello si ella misma no estuviera a punto de explotar—. No mientas. Yo misma he visto las cantidades de dinero que papá envía a tu cuenta de banco.
Camila tardó unos segundos en reaccionar a eso. ¿Cuenta de banco? Aquello tenía que ser una maldita broma.