Casada con la muerte

Capítulo 2

Anastasia recorrió todo el hospital en busca de alguien que supiera tejer, fracasando en el intento. A pesar de que el hospital central era enorme (incluso tenía un centro comercial, parque, guardería e incluso hotel) parecía no haber nadie que supiera tejer a crochet.

¡¿Cómo era posible?!

Desganada, tuvo que volver a sus labores en la sección de cuidados paliativos.

—¿Qué te ocurre, Anie? —inquirió Vicent. Era un niño de unos diez años, de ojos enormes y curiosos.

—Creo que finalmente su esposo la dejó —comentó Bianca, una anciana que detestaba la presencia de cualquier persona y lo demostraba cuando se veía obligada a lidiar con ellas—. Ya era hora…

—En ese caso, podrías casarte conmigo —comentó Fabio, con una sonrisa coqueta—. Voy a morir como en dos meses, así que todo quedaría a tu nombre.

—Pero si literalmente no tienes dónde caerte muerto —se burló Bianca—. Estás aquí por el estado. No eras más que un vagabundo. Creo que has vivido mejor al borde de la muerte que cuando gozabas de vitalidad.

—Ahora comprendo porque vas a morir sola —escupió Fabio con desprecio. Bianca se limitó a entornar los ojos.

Fabio, Vicent y Bianca estaban en la sección de cuidados paliativos financiados por el estado. Debido a los recursos limitados, debían compartir habitación, algo contraproducente para personas cuyo tiempo de vida se estaba agotando.

—Ya, ya. Dejen de pelear. No se hablen de esa forma. Denle el ejemplo a Vicent.

Se sentó sobre la cama de Vicent, desganada. Soltó un largo suspiro. Fabio y Bianca dejaron de pelear al verla tan desganada. Usualmente su enfermera parecía un frijol saltarín. Creo que eso era lo refrescante de ella. Anastasia no los trataba como personas que estaban a punto de morir.

—¿Murió alguien? —inquirió Vicent.

—La pregunta correcta sería si alguien vivió —bromeó Bianca.

Anastasia negó—. Estuve corriendo por todo el hospital buscando a alguien que sepa tener crochet, pero no encontré a nadie.

—¡¿Por eso estás así?! —inquirió Bianca, incrédula—. Vaya, a la que le queda demasiado tiempo suele ser imbécil.

—Pues tú eres imbécil con o sin tiempo —replicó Fabio. Vicent contuvo una carcajada.

—¿Quieres que te mate?

—Por favor.

—¡Bueno!

Anastasia se puso de pie antes de que pudieran abalanzarse sobre el otro.

—¡Bianca! —la señaló, seria. La anciana tragó grueso. Tanto Vicent como Fabio quedaron paralizados—. ¡Tú eres viejita! ¡Deberías saber tejer crochet!

Bianca le lanzó la almohada en la cara.

—¡¿Qué te pasa mocosa tonta?! —Unas enfermeras ingresaron a la habitación al oír el escándalo—. ¡¿POR QUÉ SEA VIEJA TENGO QUE SABER TEJER?! ¡SI ERES ENFERMERA DEBERÍAS TENER CEREBRO!

—¡Pero sabes o no! —exclamó Anastia llorosa, mientras su colega la arrastraban fuera de la habitación—. ¡Solo dime!

Anastasia se sentó en la banca, a las afueras del edificio de natalidad. Aunque le gustaba el otoño, no le agradaba durante la noche. La luz de la luna no le hacía el mérito que los árboles merecían.

Las hojas seguían jugueteando con el aire.

Suspiró con desgana.

Después de la reprimenda que su jefa y sus compañeras le habían hecho, decidió dar un paseo debajo de los árboles.

No tenía muchos amigos en el trabajo. Sus compañeros decían que era muy rara y admitía que la forma en que se relacionaba con los pacientes podía ser un poco escandalosa, pero era el hecho de que nadie podía criticar sus resultados, que despedazaban sus métodos.

Agachó la mirada.

La silueta de las ramas de los árboles se reflejaba en el suelo, moviéndose bruscamente contra la brisa. Parecían hostiles, como manos con dedos largos y delgados que querían alcanzarla y sujetarla para succionar su alma.

—¿Se te perdió algo en el suelo?

Respingó.

Alzó la mirada. Un hombre de cabello castaño inclinó su rostro, mirándola interrogante. Tenía unos enormes anteojos y vestía un suéter de cuello alto con un gatito rosado en el medio. También tenía unas pantuflas de dinosaurio.

Anastasia se llevó una mano al pecho, azorada.

—¡Santo cielo, me diste un susto de muerte! Entendiste, porque tú eres…

El sujeto acomodó sus lentes redondos en el puente de su nariz y suspiró, aburrido.

—Recuérdame la razón por la que me casé contigo.

—Porque soy guapa —dijo ella, sacudiendo sus pestañas con coquetería.

—Dudo que una razón tan superficial me hubiese impulsado a tomar el destino más temido de todos.

—¿Eso no debería decirlo yo? Fui quien se casó contigo.

—El peor destino no es la muerte —dijo, sentándose a su lado. Le tendió la lonchera que tenía en su mano—. Es el matrimonio.

—¡Oye!

—Olvidaste tus huevos cocidos. De nuevo.

—¡Oh! —Anastasia abrazó la lonchera, olvidando la ofensa de su esposo—. ¡Santo cielo, creí que tendría que volver a comerme la pasta sorpresa de Rita! —su esposo metió la punta de la cuchara en su nariz—. ¡Hey!

—Tienes que dejar de ser tan descuidada con tu lonchera, ¡no estaré trayéndotela todos los días! —se quejó.

—¡Pero si vienes todos los días!

—¡Eso no te da derecho de olvidarte de tu lonchera! ¡No soy tu repartidor de comida!

—Cielos… —lo miró con desdén—. ¡Entonces no me hagas más comida! ¡La pediré con mi celular, gra—grgrhmm —Su esposo metió uno de los huevos cocidos en su boca—. Mmmm. Carajo… No entiendo cómo hasta los huevos cocidos te quedan deliciosos…

—Qué puedo decir. Tengo un don.

Ella sonrió. Su esposo era muy lindo y tierno. Más aún si se ponía esos suéteres de cuello alto con una enorme cara de gatito. Le dio otro mordisco al huevo y sonrió, triste. No quiso preguntar por quién había ido, pero suponía que se trataba de un niño por su vestimenta.

—Me gustan tus pantuflas —le halagó.

—¿Verdad que son una lindura? Mi esposa escogió el color —le sonrió.

—Su esposa tiene buenos gustos, señor.

—Por supuesto, se casó conmigo.




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