Cassius Du Bennett:ciervo sometido

CAPITULO 2

Capitulo 2
Una nueva madre

El viento comenzó a rugir con intensidad, como si las montañas mismas intentaran expulsar a los forasteros de su territorio. Las ráfagas se filtraban con facilidad entre la capa de Vereno, cargando un rencor antiguo, parecido al de un espíritu que jamás había aprendido a perdonar. Y tal vez lo habría conseguido, de no ser por la obstinación del príncipe Corvus, semejante a una estatua mal esculpida frente al ministro de Guerra, empeñado en no ceder ni un solo paso, creyendo que su sola postura bastaba para igualar la imponente presencia de su padre.

Pero el ministro no parecía impresionado en lo absoluto. Con la calma de quien no tenía nada que demostrar, se apartó unos pasos de la escena. Sus botas crujieron sobre la nieve endurecida. No dijo palabra. Se acercó a la yegua que lo había traído hasta la entrada, ignorando la tensión que flotaba en el aire. Su mano enguantada acarició el hocico del animal una y otra vez, con movimientos lentos, meticulosos, como si la intención fuera más reconfortar al caballo que a sí mismo. O tal vez era solo una distracción. Un gesto estudiado. Un juego que solo él conocía.

Vereno observó a su padre en silencio y no pudo evitar sonreír apenas un poco. Conocía esas expresiones. Una calma fingida, la provocación perfecta que siempre usaba para fastidiar a su oponente. El ministro no necesitaba palabras para irritar al príncipe: su indiferencia era suficiente.

La furia apenas contenida de Corvus se hacía evidente en el aire. Aunque intentaba mantener la compostura, su condición de Alfa lo traicionaba. No estaba acostumbrado a ocultar su aroma y, ahora, su irritación se mezclaba con el frío cortante, creando un rastro denso, inconfundible, que se deslizaba entre los copos de nieve como una amenaza muda. Un Alfa incapaz de dominar sus emociones era un infante jugando a ser rey, o al menos así lo había repetido el ministro incontables veces. Y en aquel terreno, Vereno no podía evitar verlo con exactitud como lo describía su padre: un niño temblando en la tormenta.

En muchas ocasiones, Vereno olvidaba por completo el asunto de los subgéneros. Dentro de su vida diaria, no pasaba de ser un rasgo biológico, una clasificación prescindible. En cambio, al cruzar las puertas del palacio de su padre, dentro del universo del ministro de Guerra, esas distinciones adquirían un peso absoluto: podían inclinar la balanza hacia la victoria si se sabía maniobrar con astucia. No cualquiera tenía permiso para recorrer sus pasillos; mucho menos sostenerse erguido frente a él sin que el peso de su aroma o la fuerza de su sola presencia lo traicionaran.

Para integrarse a las tropas del ministro, era imprescindible dominar a la perfección los instintos primitivos propios de la casta. Hombres y mujeres con un autocontrol de acero, capaces de reprimir su verdadera esencia en cualquier circunstancia. La debilidad, tras sus murallas, era vista como una enfermedad que debía erradicarse. Aquellos forasteros eran simples novatos, y en el gesto del ministro se adivinaba la incomodidad de tratar con ellos; lo hacía únicamente por cortesía. Durante unos instantes, todo quedó inmóvil, roto apenas por los sonidos lejanos de la fauna en el bosque.

El silencio se extendió, cargado de significado. No fue solo una pausa incómoda: se convirtió en una lucha sin espadas, una danza de voluntades. La nieve siguió cayendo, cubriéndolo todo, incluso los resentimientos. Pero entre los copos, los ojos del ministro brillaban con la chispa cruel de alguien que aún disfrutaba viendo a sus enemigos temblar, no de miedo... sino de frío y frustración.

Y Vereno lo sabía.

—¿Grandeza? —repitió en voz baja, con un deje de ironía. Pateó un trozo de madera sepultado entre la nieve, sin apartarse de la yegua—. Hace mucho que no escuchaba esa palabra.

Su voz adquirió un matiz extraño, casi soñador. Vereno creyó que recordaba los días en que bastaba una sola mirada para comandar ejércitos, cuando distribuir provisiones, trazar rutas de escape y quebrar al enemigo eran actos instintivos, no órdenes dictadas por un mundo que ya no parecía temerle. Apartó los dedos del pelaje, pero dejó la palma apoyada en el lomo. Su rostro, curtido por los años, se iluminó con una sonrisa que se deslizó lenta, como una sombra invertida.

—¿Y si te ayudo, Principito? —dijo al fin, con un tono tan ambiguo que Vereno no logró descifrar—. ¿Qué gano yo?

—Liderarás a las tropas bajo mi mando —respondió Corvus. Su voz no tembló—. Volverás a ser leyenda. El terror de todos los reinos. Tu nombre resonará como antes o más alto aún.

Cassius lo observó en silencio. Su mirada, fija como una daga, no se apartó del rostro del joven príncipe. Luego, una sonrisa apenas insinuada le torció los labios.

—No eres el primero que viene con estas ideas — Soltó el ministro con una calma tan precisa que parecía calculada.

Una sombra de desconcierto cruzó el semblante de Corvus, creando feas arrugas en la frente cuando sus cejas se elevaron. Para el más joven de los reunidos no era una sorpresa, durante años había escuchado propuestas similares, cargadas de promesas de gloria y poder, todas encontraron en Cassius murallas infranqueables. Aquel hombre, fue curtido por batallas y tradiciones, se vio obligado a forjarse con una voluntad poco voluble.

Vereno lo había visto más de una vez mantenerse firme cuando el mundo parecía derrumbarse a su alrededor, con la misma calma impecable que mostraba ahora, sin dejarse perturbar por los cantos de sirena de la ambición fácil.

Mientras observaba al ministro, Vereno entendió que el desconcierto en Corvus no era más que un reflejo de la firmeza de Cassius, un recordatorio de que, en aquel terreno, no bastaba con palabras grandilocuentes. Solo quienes dominaban su esencia y resistían la presión del mundo lograban sobrevivir. Y Cassius era, sin duda, uno de ellos.




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