Ese día había sido brillante.
El sol se levantaba amistosamente en un perfecto cielo celeste, pequeñas nubes navegaban en silencio como barcos del más puro blanco, aves gorgoteaban agradables canciones sobre los coloridos techos de los carros de la ciudad americana, ciudadanos ocupados se movían de un lado a otro y un aire de esperanza volaba junto con exclamaciones como "oh, pero que hermoso día".
Era de ese tipo de días que te hacían querer quedarte junto a tu ventana y admirar, tomarte algunos minutos para absorber los rayos de luz y simplemente vivir el momento.
Pero claro, nadie vino aquí para escuchar de días soleados en letras y papel... ¿en dónde está nuestro protagonista?
— ¡Hey, chico! Llegas tarde — Fiorella llamó al cansado muchacho que entraba a la cafetería, apenas levantando la vista de su teléfono y masticando una mentolada goma de mascar.
— Lo siento, Flo, el maestro se tardó un poco más en la lectura de hoy — el chico le respondió, peleándose en su apuro con la puerta de cristal y su pesada mochila.
— Sí sigues así Jorge no tardará en echarte de aquí, entonces no quiero que vengas a pedirme ayuda.
— Lo sé, lo sé, es mi culpa — Alessandro suspiró, adentrándose en el lugar, agachándose por debajo de la puertecita de la barra y dejando sus cosas en uno de los espacios debajo de la caja registradora.
Se dio a sí mismo un segundo para recuperar el aliento, no había alcanzado a tomar el camión en la primera parada y tuvo que correr hasta la otra bajo el despiadado sol.
Su día, aún pese al clima tan radiante, no había sido el más placentero de todos.
— Dios, ¿qué te pasó? — la mujer preguntó sin estar realmente interesada, notando el aspecto sudoroso de su compañero al alejar sus ojos de su pantalla.
— Es una historia larga, estaba todavía en la universidad cuando me di cuenta de que el autobús que tomó hacia acá llegó más temprano de lo que había esperado, entonces tuve que correr a la siguiente parada para-
— Oh, mira eso, una mesa. Te toca atenderla.
La rubia le aventó un mandil rojo y lo apresuró.
El joven italiano frunció ligeramente el ceño y se lo amarró en la espalda; Fiorella jamás hacía su trabajo y ganaba casi el doble que él.
Había sido "su turno" durante casi tres semanas enteras.
— Ándale, ve.
Alessandro le dedicó una mirada molesta y se terminó de acomodar el uniforme (un mandil y una gorra color rubí con la inscripción "El palacio del café", los cuales lo hacían lucir como un jodido gnomo de jardín) y se acercó a los nuevos clientes que estafarían con sus precios incomprensibles.
El joven de acento gracioso al que le cuesta aprenderse los ridículos nombres que su jefe les puso a las bebidas y todavía no sabe como usar esa maldita cafetera plateada es Alessandro, Alessandro Bianchi, nuestro querido estudiante de geografía y periodismo que sólo necesita una buena noche de sueño, pero se encontró a sí mismo como personaje principal de esta historia.
Su mano se había acostumbrado a escribir en aquella pequeña libreta, dos años enteros eran los que se había pasado dentro de la cafetería de precios estúpidamente altos y rostros que piensan que una taza de glucosa y cafeína mejorará un día de mierda.
Estudiando toda la mañana, trabajando todo el día, utilizando sus tardes para tareas y proyectos y durmiendo un total de magníficas cuatro horas (en una buena noche).
Pero, a decir verdad, no se podía quejar.
Sus notas eran altas, tenía un círculo de amigos bastante grande, tenía un trabajo estable y un padre y hermano que lo visitaban en navidad y su cumpleaños.
Su existencia era... pacífica.
Alessandro, el extranjero del salón número trece, el chico que sabe preparar una deliciosa Ribotilla pero nunca tiene dinero para hacerlo, el chico que se sabe el álbum Folie à Deux de pies a cabeza, el chico que fue a detención una vez por hacer un chiste acerca del divorcio de su maestra de matemáticas.
El chico que rara vez ves en una fiesta, el chico que se queda dormido específicamente en la clase de historia, el chico que no ha tenido novia en... bueno, no entremos en detalles.
Todo lo que tienen que saber del muchacho italiano de nariz puntiaguda y ojos azules es que era feliz.
Estaba conforme con la vida que llevaba, aunque muchos podrían describirla como "aburrida".
Tal vez eso le gustaba.
Que fuera "aburrida".
Hacía que todo fuera simple, y que su única preocupación fuera estudiar para sus exámenes y procurar entregar sus proyectos antes de que su cerebro hiciera lo usual (procrastinar como idiota).
Y, utilizando la que quizás es la frase más usada en películas antes de que todo se vaya a la puta mierda.
¿Qué podría salir mal?
***
— Nos vemos, Fiorella — el joven se despidió, echando su mochila en su espalda con un salto y acomodando las mangas de su sudadera que necesitaba desesperadamente una visita a la lavadora.
— Adiós, Aless — la mujer musitó, terminando de cerrar las puertas de la cafetería y guardando las llaves del llavero rosa en su bolsillo.
— Salúdame a Oliver.
— Claro, claro.
Alessandro comenzó a caminar hacia la parada de autobús, la temperatura disminuía con cada minuto que pasaba y ansiaba poder llegar a casa y terminar esa charola de comida china que había dejado la noche anterior.
Ruidosos carros pasaban por la calle, iluminando el asfalto con sus enormes faros y haciendo sentir al adolescente en una pasarela de concreto.
Esa ciudad ponía ligeramente nervioso, jamás le había llegado a gustar del todo América, y tener esa pequeña caja digital de malas noticias en su bolsillo todo el tiempo no ayudaba a la situación para nada.
Secuestros, asesinatos, robos, asaltos.
Le ponían los pelos de punta.
Por eso, cuando el enorme camión llegó con fanfarrias y chirridos, aquel escuálido y ligeramente pálido muchacho saltó a su interior rápidamente, sintiendo que había evitado estar en medio de un episodio de Criminal Minds.
Se desplomó en el asiento más cercano a él, abrazando su mochila, mirando fuera de su ventana e ignorando a los escasos rostros deprimidos con los que compartía el transporte público.
El sueño se hizo presente en poco tiempo, forzando al italiano a cerrar sus párpados y sometiéndolo a una lucha de "no vaya a perder la parada, puta madre".
La vibración del monstruo de hojalata y el sonido de una débil canción country en la radio lo arrullaban como una sonata de cuna.
Decidió usar su teléfono, una distracción seguro sería lo mejor para llegar a casa sin complicaciones.
Se había acostumbrado a ver su pantalla vacía, sin notificación alguna de que alguien necesitaba hablar con él, o tenía las ganas de compartir un video o foto, vacío de atención de completos extraños, algo que se había convertido en casi una necesidad en este... extraño siglo.
La luz del celular móvil le molestaba los ojos, haciéndolo afrontar el hecho de qué tal vez necesitaba lentes urgentemente.
Bastaron algunos minutos de un juego inútil que probablemente borraría al llegar a casa para que su parada llegara, sacó algunas monedas de su bolsillo para pagar el pasaje y se bajó de un salto, admirando lo alto y viejo que se veía su edificio departamental.
Suspiró, ni siquiera quería pensar en cuanta tarea tenía que terminar esa noche.
Avanzó hasta la puerta, empujándola y encontrándose en el frío lobby.
— Hola, Ed — saludó brevemente al guardia de seguridad, que, como lo había estado esperando, tomaba la que probablemente era su onceava taza de café en el día.
— Alessandro, buenas noches — le sonrió, el hombre moreno de mediana edad había formado una amistad bastante inusual con el italiano de casi dos metros.
— ¿Cuándo vas a traer una novia a casa, chico?
— ¿Cuándo vas a comprarte un rastrillo? No son tan caros.
Edmund sonrió, hace algunos había decidido crecer un bigote cano, una decisión que el chico había intentado deshacer varias veces.
— Tu ropa salió de la secadora hace algunas horas, está en la canasta blanca — el guardia señaló, resumiendo su lectura de un libro de motivación personal que Alessandro no reconoció.
— Ah, gracias.
— No me culpes si ya se robaron todo.
El chico rio airosamente, pasando del escritorio de su amigo y caminando hacia las escaleras.
Y sí, en la lavandería del segundo piso estaba una canasta arreglada con cinta plateada llena de sus veinte prendas que rotaba mientras pasaban las semanas.
Se colocó bien la mochila sobre sus hombros y tomó el bulto en brazos (era demasiado perezoso como para subir la canasta y luego tener que bajarla, sería agotador).
Ingresó al elevador que chillaba tanto que parecía del siglo pasado y presionó el botón número cuatro.
Sintió las cadenas quejarse mientras subían y pidió que por favor no se quedara atorado a medio puñetero camino.
Las puertas se abrieron y el chico huyó del espeluznante ascensor, caminando con tranquilidad el silencioso pasillo de una limpia pero completamente pasada de moda alfombra de rombos, hacia la puerta de su departamento.
Había otra razón por la que había estado esperando volver a casa todo el día, y no, no era su deseo de tirarse a la cama e hibernar por tres meses, ni mucho menos las ganas de enterrar sus dientes en pollo agridulce frío.
Esa razón tenía cuatro patas peludas, dos orejas puntiagudas, una cola larga y un par de ojos color madera.
Lo único que realmente convertía a ese diminuto apartamento en un hogar.
— ¡Ya llegué! — Alessandro anunció cuando por fin pudo abrir la puerta, cerrándola detrás de sí con su cadera y dejando caer sus cosas en una silla del comedor.
Suspiró, mirando a su alrededor y disfrutando del silencio que le proporcionaba ese pequeño y oscuro lugar.
Sus ojos se movieron por la lámpara de metal apagada, la mesa de madera oscura, la cocina de la estufa extrañamente moderna y el refrigerador cubierto de imanes coloridos.
Había...
Había algo extraño.
De esas sensaciones que hacen que los cabellos en tu cuello se levanten, que la piel se te haga de gallina y que te dejan congelado en tu sitio.
Avanzó con pasos cautelosos, acercándose a la pequeña cómoda donde tenía su viejo televisor y tragando saliva audiblemente.
Soltó un pequeño chillido cuando algo tronó bajo su zapato. Retrocedió ligeramente y analizó en la oscuridad, sus ojos se iban adaptando poco a poco, resaltando la silueta de lo que parecía ser...
— Agh, no puede ser- ¡Oliver!
El chico bufó, acercándose a la pared para encontrar el interruptor de luz.
— Maldita sea.
Alessandro, con la ayuda de un foco incandescente, fijó su vista en un jarrón de porcelana que le había regalado su abuela, el cual ahora estaba regado en el suelo, convertido en pequeños pedacitos blancos.
— Te voy a ahorcar, bola de pelos-
Las palabras se le atoraron al italiano en la garganta, reemplazadas por una expresión de completa confusión.
Su mirada se encontró con la de su gato, Oliver, que le regresaba una expresión de sorpresa.
Su boca se abrió inútilmente, pues no había palabras para describir aquella... situación.
Alessandro dio un paso atrás, tropezando con sus propios pies y deteniéndose en la pared justo a tiempo.
— ... ¿¡Pero qué demonios!! — logró articular al fin, observando la escena en una especie de pánico silencioso.
Ahí, sentados en su sillón de tela azul y pareciendo estar en medio de una reunión, se encontraban más gatos de los que el italiano había visto jamás en su vida.
Blancos y negros, naranjas y grises, grandes y pequeños, jóvenes y adultos.
Todos y cada uno de ellos lo observaban con sus ojos redondos, analizándolo con ese aire de superioridad que tiene cada felino de bigotes largos.
Oliver suspiró (un maldito gato suspirando, Dios mío).
— ... Alessandro, no vayas a gritar —.
Y, para que puedan ir haciéndose la idea de que es lo que le espera a este joven chico, ese diálogo no fue él hablando en tercera persona.