La luz brillante de los reflectores seguía sus pasos, en el salón que permanecía en completa obscuridad, concentrando el foco en la pareja. El demonio sujetaba a la chica de ojos ámbar, haciéndola dar vueltas por toda la pista. Bailaban sin parar, vueltas y vueltas. La tomaba por la cintura acercando sus cuerpos, fundidos por la música. Ambos jadeaban cansados, sin detenerse. Tomados de las manos con fuerza, deteniéndose el uno en el otro, con la mirada fija en sus almas. Una vez más la alzaba en el aire, presumiéndola, para volver a capturarla entre sus brazos, manteniéndola cerca, anhelando sentir el calor en su piel por primera vez. Con su mano sobre la cintura la arqueó, para balancearla y atraerla a él nuevamente, ahora con la idea de no dejarla alejarse nunca más. Sus miradas volvían a conectarse, con sus ojos brillando extasiados. La música no paraba y sus cuerpos no dejaban de danzar, siempre en movimiento. Girando y girando en la pista de baile. Con sus rostros tan cerca fue imposible que el demonio se resistiera de robarle un beso. Para cuando sus labios se liberaron, la barbilla del demonio estaba manchada con sangre que escurría desde su boca sonriente, mostrando unos colmillos pintados del mismo carmín que sus ojos. Sangre caía del techo, como nieve en invierno, bajando poco a poco, manchándolos a su paso y ninguno dejó de bailar. Elizabeth sabía que algo andaba mal. Ella en realidad no quería bailar. Miraba por detrás de su acompañante, encontrándose con una profunda obscuridad, extendiéndose a su alrededor, no permitiéndole ver más allá de Gabriel. Por un momento intentó dejar de moverse, separándose de él, pero encontró sus muñecas y piernas sujetas por delgados hilos que pendían de arriba. Una vuelta más, otro giro. Ella quería parar. No deseaba bailar más. Soltó la mano del demonio, pero inmediatamente volvió a unirla. Le era incapaz controlar sus movimientos. El demonio volvía a pegarla a su cuerpo, ambos cubiertos de sangre, sin dejar de moverse de un lado a otro. Otra pirueta interminable que iniciaba y terminaba con él. Siempre él. Levantó la vista con temor, buscando respuestas en su acompañante, encontrándose bajo la mirada autoritaria de Gabriel.
—Déjame ir —pidió mirando con más claridad los hilos de oro que la mantenían apresada a su lado y entonces lo entendió todo. Ella era una marioneta, girando y girando, moviéndose a la voluntad del demonio, que la controlaba a su antojo, divertido con cada vuelta, cada rose, cada beso… Volteó al suelo, lleno de sangre y los gritos se hicieron presentes de nuevo, atormentándola. Se soltó cubriendo sus oídos, asustada, cerrando sus ojos con fuerza como si eso pudiera desaparecer cada llanto, cada grito, cada voz, pero entre más buscaba alejarlos, más cerca parecían estar. La tenían rodeada y de pronto, todo quedó en silencio.
—Jamás podrás escapar de mí. Es hora de despertar, princesa —escuchó antes de sentir unas frías manos rodeando su cuello con fuerza, estrangulándola.
Abrió los ojos sobresaltada, con sus propias manos sujetando su cuello, tosiendo mientras intentaba jalar aire con fuerza. Estaba hiperventilando después de tan terrible pesadilla, con el corazón martillándole el pecho. Poco a poco bajó sus manos, tosiendo cada vez menos, hasta que logró pasar saliva y el dolor en su cuerpo le recordó lo sucedido. Inspeccionó rápido a su alrededor, encontrándose con el demonio sentado en un sofá al lado de la cama, mirándola con atención, a pesar de su postura despreocupada. Al verlo no pudo evitar sostenerle la mirada con rabia, llorando al sentir todo de golpe y una silenciosa lagrima resbaló por su mejilla.
—Eres un monstruo —lo confrontó, destrozada, pero con la frente en alto, sabiendo que nada de lo sucedido era su culpa. Él la había violado.
—Has dormido durante días —dijo con aire tranquilo, sentándose a su lado—. Tendrás que disculparme, nunca lo había hecho con una virgen —acarició su cabello y ella volteó el rostro, concentrando la mirada en un punto fijo en la sábana. No quería que la tocara—. En verdad eres deliciosa —confesó intentando controlarse para no volver a hacerle daño— ¿Qué tan herida estas?
—Todo mi cuerpo duele —cerró los ojos, intentando olvidar el dolor, pero le era imposible.
—Descansaras por hoy, pero mañana te quiero lista y obediente, porque no volveré a dormirte.
—Me quitaste mi derecho a defenderme —le reclamó, abrazándose a si misma, intentando mitigar su dolor y cubrir su cuerpo desnudo, con pena.
—Supuse que sería menos traumático para ti de esa forma —Elizabeth no podía dejar de llorar. Ella sabía que el golpe no la había noqueado por completo, eso fue efecto del demonio, que la había obligado a dormir, tal como hizo con Angel.
Angel.
—¿En dónde está? —preguntó con la voz cargada de angustia.
Gabriel sabía bien a quien se refería y no podía creer que en un momento así, de lo primero que hiciera fuera preguntar por el ángel.
—En el calabozo —contestó burlón— y si no quieres que lo mate, te comportaras y me obedecerás como una esclava —dijo, levantándose de la cama.
—Nunca fui una —reclamó sin atreverse a mirar aun en su dirección.
—Ahora lo eres—. Fue lo último que dijo antes de que sus pasos se perdieran en el silencio del cuarto, seguido de la puerta azotándose al anunciar su salida. Elizabeth se echó a llorar al saber que estaba sola. Quería dejar de hacerlo, pero no podía. Se sentía destrozada. Su dolor físico era equivalente al dolor que sentía en el alma. Angel estaba atrapado por su culpa y estaba segura de que el demonio debía estarlo torturando.
Intentó sentarse, buscando en su piel desnuda las marcas que sentía. Ambos brazos estaban tapizados de hematomas, sus muñecas parecían seriamente dañadas y al moverse su entrepierna le dolía, al igual que su vientre bajo, al que acunó entre sus manos. Pensó que quizá el permanecer inconsciente fue lo mejor, pues no imaginaba lo horrible que hubiera sido ser testigo de tanto sufrimiento. ¿Cómo podía haberle hecho eso? Lo odiaba y se odiaba a si misma por ser tan débil.
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Editado: 19.04.2022