Obscuridad era lo único que Elizabeth veía. Por un momento pensó que estaba ciega, pero al ver una línea de luz por debajo de una puerta, supo que solo se encontraba en un cuarto oscuro.
—¡Ayúdenme! —pidió desesperada—. ¡Sáquenme de aquí! —gritó sintiendo que se quedaba sin aire. Desde siempre había temido a la oscuridad y estar rodeada de ella, hizo que se le diera un ataque de ansiedad y se pusiera a llorar. Golpeó la puerta esperando que alguien la liberara, pero todo estaba rodeado de completo silencio, uno que le permitía escuchar su corazón martillando en sus oídos—. ¡Por favor, ayuda! —lloró al tiempo que gritaba con desesperación, golpeando sin parar, a pesar de saber que se encontraba sola y que nadie podría ayudarla.
Abrió los ojos de golpe, llenos de lágrimas por la terrible pesadilla, que no distaba mucho de su realidad. Estaba atrapada, sintiéndose completamente sola y hundida en la profunda obscuridad, gritando a todo pulmón, en silencio, sabiendo que nunca seria escuchada.
—Por fin despiertas. —Le sorprendió la voz del demonio, que la miraba atento, sentado en el sofá al lado de la cama.
La chica giró la cabeza, para no verlo y limpió su llanto con las manos, intentando recomponerse. Seguía empeñada en no dejarse ver débil. Mostrar debilidad solo la volvería más susceptible y ¿Qué mas le quedaba? Sino fingir valentía y compostura.
De golpe llegó a su memoria el recuerdo de lo ocurrido en el bosque y la promesa del demonio. Quería ver a Angel, pero antes de poder proponerlo, él habló.
—Llévatela y aséala —pareció decirle a alguien más en la habitación y sin tardar, una mujer joven apareció destapándola y tomándola por los hombros, ayudándola a ponerse de pie para encaminarla al baño.
Elizabeth se sentía debilitada y caminaba de forma temblorosa, sin poder controlar bien sus pasos, pero apoyándose en la chica y los muebles, logró llegar hasta la tina de baño, en donde se recostó, dejando que su acompañante la ayudara. Se sentía mareada y confundida, como si hubiera dormido por días y no solo unas cuantas horas y a decir verdad ella no era consciente del tiempo ahí. Bien y pudo dormir una semana entera sin darse cuenta de ello.
Gabriel solía llenarla de regalos caros; anillos, collares, pulseras, tiaras y vestidos, cuando lo que más anhelaba tener, era un reloj y un calendario. El no tener noción del tiempo era desalentador y desesperante. Deseaba saber cuánto llevaba atrapada ahí, si era de día o de noche. La ausencia de ventanas y luz natural, le hacían sentirse detenida en el tiempo.
“Debo ver a Angel” pensó, desesperada. Quería ver con sus propios ojos que se encontraba bien y que todo el sufrimiento estaba valiendo la pena. Se sentía cada día más deprimida y eso no era nada bueno.
—Ya no llores —la chica intentó calmarla, mirándola con empatía y una tímida sonrisa, mientras le tomaba ambas manos con ternura. Elizabeth volteó a verla, con los ojos rojos por tanto llanto, conmovida por su gesto, uno que agradecía y necesitaba.
Tomó aire y lo dejó salir por la boca, tranquilizándose y tomando valor para pedirle a Gabriel que le permitiera ver a su amor.
A la salida un vestido blanco, más parecido a un baby doll, con escote pronunciado y de falda corta, la esperaba. La chica la ayudó también a vestirse y al finalizar alzó la vista, mirando en el espejo el reflejo de una Elizabeth herida. Se veía más delgada, pálida y con ojeras apenas perceptibles, notándose triste y cansada. Regresó su mirada al suelo y salió del baño, dirigiéndose a su peinador, en donde la esclava de Gabriel le secaba y peinaba el cabello, mientras ella se perdía en la melodía de su caja musical, viendo a la bailarina girar y girar.
Hundida en sus recuerdos no se percató cuando la chica se fue, solo lo notó al sentir la fría mano del demonio sobre su hombro.
—Vamos —la alentó y ella no pudo evitar levantar la vista, mirándolo con cautela por el reflejo. Él solo asintió en gesto serio y ella se levantó de un brinco, anticipando que había llegado el momento de ver a su ángel.
Al llegar a la puerta, Gabriel tomó sus muñecas, colocándole unos grilletes de metal. Ella jadeó sorprendida, costándole levantar las manos por el peso, pero no dijo nada. Sabía que todo eso era con el propósito de evitar lo más posible el contacto con Angel y si por fin iba a verlo, poco le importaba llevarlas puestas.
El demonio la tomó firmemente del antebrazo, guiándola fuera del cuarto.
Elizabeth sentía el corazón latiéndole a mil por hora, nerviosa por el estado en el que encontraría a su novio. ¿En realidad estaba sano? ¿Lo alimentarían diariamente como hacían con ella? ¿Habían dejado de torturarlo?
El camino tardó más de 15 minutos, ese lugar era enorme y lleno de pasillos y puertas. Sentía sus piernas temblar por el esfuerzo. Llevaba mucho tiempo sin caminar largas distancias y al entrar a los calabozos las piernas le fallaron, haciendo que terminara en el suelo, sin poder sostener su peso por más tiempo.
—Levántate —le ordenó Gabriel, tomándola del brazo nuevamente, con más fuerza de la necesaria. Obligándola a seguir adelante.
La chica no protestó por el agarre. No le importaba el camino ni lo que el demonio le hiciera durante el trayecto, lo que quería era poder llegar hasta Angel y escuchar su reconfortante voz. Ella mas que nadie tenía prisa por llegar.
Cuando por fin se encontraron frente a una puerta de madera, al fondo de uno de los pasillos del calabozo, Elizabeth se detuvo, mirando las antorchas de los lados, que muy apenas daban luz en ese lúgubre lugar. Un nudo se le formó en el estómago, instalándose en ella un miedo repentino al cómo lo encontraría tras la puerta ¿Angel estaría bien?
—Si no quieres entrar, podemos volver —le propuso Gabriel al ver la duda y el miedo en su rostro, pero ella negó con la cabeza, manteniendo su mirada fija en la desgastada madera. Pasó saliva e intentó recomponerse. No había llegado hasta ahí para quedarse tras la puerta y marcharse.
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Editado: 19.04.2022