Elizabeth bajó la mirada apenas el demonio entró en su campo de visión, sin embargo, no evitó que notara la sangre manchando su camisa azul, causándole repulsión. Sabía bien a quien pertenecían aquellas gotas rojas y podía imaginar muy bien lo que el maldito demonio pudo haberle hecho. Sus ojos nuevamente se llenaban de lágrimas, que esta vez nada tenían de ver con el gran sentimiento de felicidad que la embargaba hace apenas unos minutos. Sentía rabia. Un coraje indescriptible que se le agolpaba en el estómago, manteniéndola impaciente. Se obligó a si misma a cerrar los ojos y darle la espalda. No quería estar cerca de un ser tan despreciable. No lo soportaba.
Como si el demonio quisiera hacerla rabiar aún más, al poco tiempo se acercó por detrás, colocándole una mano en su hombro, para subir a su cuello y acariciarla suavemente, pasando repetidas veces su pulgar por la marca en la nuca de la chica. Ella endureció su quijada, mordiéndose la lengua hasta sangrar, para evitar abrir la boca y enfrentarse a él. No quería que volviera a tocar a su novio y eso era lo único que la detenía de dar media vuelta y descargar su ira en una fuerte bofetada.
Limpió sus lágrimas con el dorso de su mano. Estaba harta de llorar por su culpa y obligarse a ser sumisa por miedo a lo que pudiera hacerle a su ángel. Ya le dolía la cabeza de tanto llanto. Alzó la vista al techo, buscando respuestas que jamás obtendría. Quería comprender por qué su vida tenía que tomar ese rumbo y se preguntaba si ese siempre había sido su destino.
Cuando el demonio dejó de tocarla, esperó escuchar un reclamo de su parte por su mal comportamiento al ver a Anael; sin embargo, Gabriel parecía haber cerrado el tema.
—¿Cómo te sientes? —fue lo único que salió de su boca. Anonadada por la pregunta olvidó el código de conducta y volteó sosteniéndole la mirada con incredulidad. Se había cambiado la camisa por una libre de sangre, de un color purpura, arremangada hasta los codos y dejando sueltos los primeros dos botones de la camisa, como más solía usar.
—¿Qué cómo me siento? —preguntó en respuesta. Sintió que se burlaba de ella.
Gabriel mantenía un rostro inexpresivo y su mirada rojiza no dejaba conocer ni un atisbo de sus pensamientos.
—Eso pregunté —dijo con voz neutra, sin regañarla por mantener la mirada en la suya.
Elizabeth pensó que era una pésima forma de iniciar una conversación con un esclavo. ¿Qué intentaba hacer? No creía que en realidad le preocupara su sentir y siguió pensando que solo se divertía con ella.
—¿Me obligaras a tenerlo? —preguntó sin más, saltándose la plática banal, previa a la verdadera conversación. Necesitaban hablar sobre ese bebe y no quería más rodeos sin sentido. La pregunta pareció destantear un poco al demonio, que se esforzaba en ocultar que el cuestionamiento lo había tomado desprevenido
—Vas a tenerlo. Para eso estas aquí —dijo con frialdad.
—Soy muy joven para ser madre y no quiero tener hijos en esta situación —replicó sin dejar de verlo.
—No conmigo. Lo entiendo —su tono era comprensivo, pero a la vez no parecía dispuesto a ceder—. Lamento arruinar tu cuento de hadas, pero me perteneces. Nadie más podrá tocarte, mucho menos preñarte. —Se hizo un silencio sepulcral mientras la chica asimilaba cada palabra, con pesar—. Si sobrevives al parto, me darás cuantos hijos puedas. A tu favor, diré, que no te preocuparas por criarlos y no tendrás que volver a verlos.
La noticia la dejó helada.
—¿Me quitaras a mi bebe? —reclamó, elevando la voz. Tocándose instintivamente el vientre con preocupación, imaginando la cruel escena.
—En el inframundo las humanas no se quedan con sus crías. Tienen nanas que se encargan de ellos todo el tiempo y posterior a eso llevan un entrenamiento desde temprana edad para convertirse en guerreros. Este lugar es muy diferente a tu mundo —explicó con calma, esperando que la humana entendiera un poco más sus costumbres.
—No lo entregare —dijo firme, sin dejar de proteger su vientre con ambas manos.
—Princesa, eres una esclava. No puedes decidir sobre un demonio, aun siendo su madre —dijo firme, para después tomar una de sus manos, retirándola de su abdomen para llevarla fuera del cuarto de baño—. Hablando así, podría llegar a pensar que intentas protegerlo, incluso de mi —sonrió sínico.
—Si tuviera que hacerlo lo haría —la voz de Elizabeth fue firme y su semblante seguía siendo decidido. Ni ella misma sabia como es que podía hablar tan en serio.
Gabriel detuvo su andar en los sofás de su recibidor y en un ademan la invitó a sentarse, al tiempo que él hacia lo mismo.
—Te agradezco por ello —parecía sincero—. Este hijo es crucial para mi futuro, por lo que me comprometo a cuidar bien de ti mientras lo lleves dentro. Necesito que cualquier molestia me la hagas saber de inmediato y te advierto que, si intentas deshacerte de él, hare el resto de tus días un infierno. No me hagas enojar y pórtate bien o conocerás de lo que soy capaz —amenazó autoritario, pero sus palabras no lograron asustarla, solo enojarla más.
—Se bueno con Angel y yo lo seré con tu hijo —advirtió, provocando una risa en Gabriel.
—No estás en posición de condicionar nada. Pasare por alto tus últimos arrebatos de rebeldía, solo en esta ocasión, por tu estado. No pienso golpearte más, pero eso no significa que no pueda lastimarte. —La sonrisa y la mirada que mostró hizo que la humana pasara saliva y abandonara sus absurdas ideas de ganar esa pelea. Claro que no ganaría. Tanto Angel como ella eran sus prisioneros y si seguía comportándose altiva y rebelde, lo único que lograría seria agotar la paciencia del demonio. Debía ser más inteligente y aprovechar la situación.
—Me comportare, lo prometo. —No supo cómo fue capaz de sostenerle la mirada mientras le mentía descaradamente, ocultando la carta que Angel recién había escrito, en una caja musical a unos cuantos metros de distancia.
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Editado: 19.04.2022