En la oscuridad de su celda, Anael no lograba dejar de pensar en Elizabeth.
El tiempo le parecía eterno, encerrado en ese oscuro lugar. La impotencia y desesperación lo carcomían poco a poco. Ansiaba respuestas, preocupándole la situación de su amada. Por su cabeza no dejaban de pasar escenarios en los que las cartas eran descubiertas. Vivía en constante preocupación, sintiendo ansiedad e impotencia. Siendo ese el precio por su comunicación con la chica, temiendo lo que le ocurriría si todo salía a la luz.
Los días pasaban y Giselle seguía sin aparecer. Un par de veces pensó que quizá había sido descubierta, luego descartaba la idea, sabiendo que, de ser así, ya se habría enterado. Confiaba en la inestabilidad del demonio como para no quedarse quieto tras descubrir algo así. Tenía la certeza de que, si eso ocurriera, sería de los primeros en recibir la furia del hijo de Astaroth.
Tiró con fuerza de las cadenas que lo aprisionaban, en un inútil intento por liberarse. Sabía que jamás cederían a su fuerza. Llevaba intentándolo de nuevo durante semanas sin obtener aflojarlas siquiera. No solo eran cadenas de alta resistencia, sino que ahora estaban encantadas, como todo en aquel lugar. Los demonios solían ser amigos cercanos de las brujas, compartiendo su conocimiento de la magia entre ellas, así que no le sorprendió en absoluto que tras su beso con Elizabeth, sus cadenas fueran hechizadas, quemando su piel día y noche. Romperse las manos y muñecas para escapar, por segunda vez, no resultó como esperaba. En su primer intento de escape fue interceptado por demonios de bajo rango, fungiendo como guardias de aquel calabozo y aunque logró derrotarlos a todos, tuvo la desgracia de encontrarse con Aimee. Aquella súcubo, le dio batalla, hasta que el otro hijo de Astaroth apareció, logrando derrotarlo entre ambos y aprisionarlo nuevamente. La segunda vez que se liberó no logró llegar más allá de su celda, encontrándose con la puerta asegurada con magia, obteniendo visiones que le imposibilitaron seguir con su intento de escape, hasta cegarlo temporalmente. Ahora por más que lo intentara, esas nuevas cadenas que se ceñían directo en su piel y se mantenían al rojo vivo, no lo dejarían escapar.
La puerta de entrada rechinó en un sonido ensordecedor, comparado con el impenetrable silencio en el que se encontraba sumergido. La luz le hizo cerrar los ojos, percibiendo apenas una figura femenina. Era Giselle, que dejó la antorcha empotrada en la pared y se acercó hasta él con rapidez, ofreciéndole agua, que tomó con prisa. No recordaba la última vez que alguien fue enviado a alimentarlo y no se dio cuenta cuanta sed y hambre tenia, hasta ahora. Concentró sus pensamientos en todo menos en él, durante ese tiempo.
—¿Cómo esta? —preguntó agitado, apenas se terminó el agua.
Su amiga bajó el rostro, distrayéndose con la comida, que acercaba con un tenedor a su boca, aun sin darle respuesta.
—Giselle, por favor, dime —su voz denotaba autentica preocupación. Ella resopló devolviendo la pasta al plato y sentándose en el suelo, a su lado.
—No lo sé. Cada vez come menos y su embarazo ya puede notarse un poco. Hace tiempo que no puedo verla, pero la última vez que lo hice no se encontraba bien de ánimo. —Sin hablar nada más, volteó a la puerta, asegurándose que se encontraba cerrada y que nadie pudiera verlos. Sacó la hoja doblada en cuatro y se la entregó ya extendida, levantándose para ir por la antorcha y regresar a su lado, permitiéndole leer la carta por sí mismo.
—¿Hace cuánto tiempo no sabes de ella? —le preguntó antes de comenzar a leer.
—No lo sé. El tiempo es confuso. Como una o dos semanas. No lo sé —contestó angustiada por no poderle dar una respuesta concisa.
—Gracias por todo, Giselle. Sin ti créeme que ya hubiera enloquecido —le mostró una sonrisa amable y es que valoraba mucho lo que hacía por ellos y nunca encontraría como pagárselo, limitándose a recordándole cada que la veía, lo valiosa que era su ayuda.
Sin perder más tiempo, se concentró en la letra de Elizabeth. No le sorprendió lo que leía. Ella era la humana más maravillosa que alguna vez conoció y era lógico que pensara en no querer hacerle daño al feto, aun sin lograr entender la gravedad de la situación o incluso a pesar de ello. Su nobleza no le sorprendía en absoluto, pero si le preocupaba.
Le pidió buscara la espada, siendo su única salida. Cuando logró liberarse sintió su esencia que lo llamaba, como naturalmente haría un objeto celestial con un ángel y a pesar de no recuperarla, supo que se encontraba cerca. Si tan solo la primogénita de Astaroth no se hubiera aparecido en su camino, ellos ya serian libres. De nada le servía lamentarse. Si no logró llegar a ella, era por que no estaba dentro de los planes de Dios que así fuera y él lo entendía; sin embargo, renegaba, cuestionándose sobre su crueldad al permitir que un humano puro tuviera que vivir el infierno en el que Elizabeth se encontraba. No le quedaba más que aceptar su voluntad e intentar escapar para liberarla, a toda costa. Se preguntaba si esta sería una más de sus pruebas hacia él o su castigo por caer presa del pecado y si así era, no le parecía justo que Eliz tuviera que sufrir por su culpa. Fue él quien se rindió a la tentación, sin saber que la condenaría al sucumbir a sus sentimientos. Si tan solo lo hubiera sabido, jamás se habría dejado llevar. Un ángel y un humano siempre sería algo imposible y a pesar de ello, la amaba. En el pasado condenaba el comportamiento de Lucifer al enamorarse de Lilith, hasta que la encontró a ella y sus ideales se vinieron abajo, trastocando su mundo de una forma irreversible.
—¿Todo bien? —le preguntó Giselle, agarrando la carta que se le resbaló de la mano, cayendo al suelo.
—No la merecía y yo lo sabía. —Ella no habló y lo dejó seguir— Nunca debí aceptar ser su ángel guardián. —Bajó la cabeza, con la impotencia marcada en sus facciones.
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Editado: 19.04.2022