Para cuando llegó al calabozo, siendo arrastrada por Cedric, Anael ya había sido fuertemente torturado. El alma abandonó el cuerpo de Elizabeth al encontrar al amor de su vida atado a un poste, cubiertos de sangre y con la espalda destrozada. Parecía a punto de sumirse en la inconsciencia.
—¡No! —el grito desgarrador escapó de su garganta, removiéndose bajo el agarre de Cedric. Quería detener a Gabriel, pero su captor no la dejó avanzar un solo paso, sujetándola con firmeza.
Sus mejillas se vieron agarradas con fuerza, obligándola a mantener su vista fija en dirección al ángel.
—¿No vas a saludar a tu novio? —la voz de Cedric fue alegre, taladrando en los oídos de Gabriel al escuchar su frase. Elizabeth decidió ignorarlo, con el corazón a mil por hora, no podía pensar en nada más que no fuera hacer que soltaran a Anael.
—¡Ya déjalo! —le gritó a Gabriel, rogando que se detuviera.
El demonio soltó al ángel, dejándolo caer al suelo, yendo ahora por la chica. Al llegar con ella la tomó fuertemente del cabello, indicándole a su amigo con la mirada que se hiciera cargo del esclavo.
Cedric obedeció, esta vez encantado. Arrastró al ángel un par de metros, manteniéndolo boca abajo y pisando su espalda sin piedad, para inmovilizarlo cuando lo alejó lo suficiente como para que no se interpusiera y al mismo tiempo, que pudiera ser consciente de lo que ocurriría. Su risa cantarina se hizo presente. Parecía ser el único que disfrutaba de la situación y no se molestó en disimularlo.
Gabriel miró con profunda rabia a la chica, quien le regresó una mirada arrepentida. Incapaz de contener su coraje la llevó hasta el poste, sujetándole ambas muñecas con unos grilletes que colgaban por encima de su cabeza, permitiéndole apenas mantenerse de puntillas.
Elizabeth no era tonta y sabía lo que pasaría a continuación. Tomó una gran respiración, intentando que su cuerpo no temblara de miedo y pegó su frente a la vieja madera, sin dejar de llorar. Pensó que fue una estúpida al creer que no sería descubierta.
Su cuerpo se estremeció, asustada al sentir su ropa siendo rasgada con fuerza, dejando su espalda al descubierto. La vergüenza y el miedo la invadieron, al tiempo que un terrible dolor impactaba en su piel, sin siquiera darle tiempo de procesar la situación. El grito de dolor pudo ser escuchado en cada rincón del calabozo. La chica se encorvó al sentir el impacto, perforando su piel. Instintivamente se removió, buscando la forma de huir, sabiendo muy bien que era imposible. El segundo golpe en su espalda volvió a tomarla desprevenida, haciéndole gritar nuevamente, sintiendo su piel arder bajo el impacto. La sangre escurrió de entre sus heridas, tibia contra su piel desnuda, abriéndose paso con lentitud. La respiración se le aceleró aceptando un tercer golpe que le hizo cerrar sus manos en puños, encorvándose de nuevo al soltar todo el aire en sus pulmones.
Cada golpe era peor que el anterior. Le quemaba en la piel rasgada, torturándola.
—Fue idea mía —soltó Anael, en voz apenas entendible—. No la lastimes —rogó, sin aliento.
La chica lloró, sintiendo el corazón roto. Cerró los ojos con fuerza, rogando a Dios que terminara pronto y mordiendo su labio inferior con más fuerza de la necesaria, haciéndolo sangrar. No quería gritar para no preocupar a su ángel. Intentó aguantar su dolor en silencio lo más que pudo, hasta sentir su cuerpo pesado y que sus piernas flaquearan, haciendo que los grilletes fuertemente apretados a sus muñecas fueran lo único que la sostenían en pie. En algún momento dejó de contar los golpes, sintiéndose cada vez más débil. El dolor era tanto que en algún momento incluso sintió que dejó de sentirlo. Su espalda terminó adormecida.
—Está embarazada —la voz de Anael fue suplicante, recordándole al demonio lo que por un momento la ira le hizo olvidar.
Gabriel pareció reaccionar y tras un último y feroz golpe, decidió soltarla.
Elizabeth cayó de frente al suelo, desorientada. Apenas fue capaz de meter sus manos para proteger su vientre. La cabeza le martilló de dolor. No se sentía capaz de volver a ponerse en pie. Estaba aturdida. El dolor no le permitía mantenerse cuerda. Los ojos se le cerraron, sintiendo como el estupor la invadía, mientras luchaba por mantenerse despierta, aunque cada vez su cuerpo se dejaba caer más al suelo. Una patada que destrozó sus costillas la hizo reaccionar nuevamente. Soltó un grito lastimero, encorvándose al pretender jalar aire suficiente. Intentó arrastrarse entre las baldosas, aferrando sus uñas al pavimento, pero sus brazos temblorosos no pudieron con su peso y terminó rindiéndose. Levantó el rostro al escuchar las risas tras ella, burlándose de su inútil intento de escape. Jamás saldría de ahí y debió entenderlo antes de que fuera demasiado tarde.
La voz de Anael se escuchaba tan lejana, a pesar de tenerlo tan cerca. No lograba comprender lo que decía, solo podía verlo abrir y cerrar la boca en cámara lenta, mirándola con lágrimas en los ojos. Levantó el brazo en su dirección, como si intentara llegar a él de alguna forma, sin poder detener su llanto. Fue una estúpida y estaba dispuesta a pagar por sus errores, pero le partía el alma ver lo que le habían hecho a su ángel. Gabriel cumplió su promesa, si bien no lograba aun llorar sangre, se sentía si lo hiciera. No se le ocurría un dolor más grande que el de ver sufrir a la persona que más amaba y no poder hacer nada para evitarlo.
—Perdóname —suplicó con la poca voz que le quedaba, sin dejar de ver a su ángel.
La expresión de Anael fue incomprensible. La mitad de su cara se veía cada vez más deformada por los golpes y la sangre que escurría de ella.
Sus miradas se clavaron en la del otro. Diciéndolo todo sin pronunciar palabra. En un momento así ya no quedaba más que decir.
Elizabeth sentía que su corazón explotaría en cualquier momento. Aunque no fuera la única responsable de lo sucedido, fue quien pudo frenar todo de golpe y no lo hizo. Ahora ambos pagaban las consecuencias.
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Editado: 19.04.2022