Gabriel seguía sintiendo que le hervía la sangre. Caminó a paso rápido por el pasillo que llevaba de su cuarto del de la chica. Sus manos se encendían y apagaban constantemente, conforme el rumbo que tomaban sus torturados pensamientos.
Se sentía profundamente humillado y traicionado. Por fin entendía los consejos de su madre. Ella fue capaz de ver lo que él no pudo, aun teniéndolo frente sus narices. ¿Cómo es que no notó antes esas cartas? Que Cedric fuera quien le mostrara la verdad, era vergonzoso. ¿En qué momento la chica se le salió así de las manos? ¿Cuándo dejó de temerle? ¿Por qué decidió retarlo de esa forma?
Al entrar a su cuarto, la puerta azotó con fuerza, sin necesitad de ser tocada. El demonio mandó a volar cada mueble dentro del cuarto. La furia emanaba por sus poros, filtrando su poder, destruyéndolo todo a su paso. Las llamas se hicieron presentes nuevamente alrededor de su cuerpo. Estaba furioso… fuera de sí. Sentía el impulso de regresar y matar a su esclava. Si tan solo no estuviera preñada no tendría siquiera que pensarlo. Agarró con fuerza la primera botella que encontró en su barra y dejó que el alcohol se deslizara por su garganta, hasta vaciar el contenedor y tirarlo al suelo. Miró el resto de los licores, tirándolos todos. Las decenas de botellas tintinearon elegantemente sobre la madera al romperse la cristalería.El demonio divisó el desastre causado a su alrededor, dándose cuenta de lo rápido que podía destruir algo tan frágil. Pensó de nuevo en Elizabeth y su enrojecida piel marcada. “Fue ella quien se lo busco” —pensó, intentando excusarse.
Si tan solo esas cartas no hubieran existido, nada de eso habría pasado. El demonio sentía que mil pensamientos negativos rondaban su mente. Se culpaba también a si mismo por ser tan blando, por hacer que dejara de temerle e incluso volverse amable.
De repente pensó que su padre y hermanos tenían razón sobre él. Casi podía escuchar sus risas en los oídos.
Las llamas en sus manos se extinguieron al tiempo que un recuerdo de su infancia se hizo presente, transportándolo directamente al pasado.
De alguna forma el pequeño de Gabriel logró colarse en la habitación de sus padres. Entró ahí en busca de su madre. La única que parecía amarlo en ese lugar. Limpió las lágrimas de sus ojos y al ver que su padre entraba junto con ella, buscó un escondite. Con él presenté no podían hablar. Se refugió en el armario, guardando silencio y utilizando sus nuevos poderes para ocultar su presencia de ellos.
Sus padres se gritaban. Discutían gracias a él. Los candiles salieron volando, estrellándose contra las paredes. Ambos intentaban esquivar el golpe que el otro mandaba. La pelea fue reñida, haciéndose cada uno de sus poderes para lograr defenderse. Las cortinas que adornaban las paredes se incendiaron y los muebles impactaron en las paredes, saliendo disparados como por arte de magia.
—¡Es tu culpa que Gabriel carezca de carácter, Astarté! No debí casarme contigo. ¡No sirves ni para darme un heredero digno! —Astaroth gritó, encolerizado.
Gabriel pensó que las palabras hirientes de su padre tendrían algún efecto en su madre, pero ella no parecía afectada en lo más mínimo, manteniendo su rostro sereno.
—Nuestros hijos no tienen ningún defecto. Aimee es decidida y valiente, capaz de destruir a cualquiera que interfiera con sus planes. Gabriel es un ser especial, mitad vampiro y mitad demonio, teniendo lo mejor de ambas razas. Es el futuro de nuestra evolución y como tal, lograra grandes cosas, empezando por destronarte —se burló mostrándole sus blancos colmillos, orgullosa de su naturaleza. Astarté no permitía que nadie le dijera que los vampiros eran inferiores.
—Si dejaras de tratarlo como a los de tu especie, dejaría de ser tan débil.
—Gabe no es débil, es su naturaleza vampírica sentir, y aprender a dominar esos sentimientos lo volverá incluso más fuerte que tú —Gabriel admiraba a su madre, por ser el único ser que se atrevía a desafiar a su padre. Pensaba que era muy valiente.
Las palabras de Astarté fueron una estaca directo al orgullo de su marido, que corrió hasta ella y con una fuerza descomunal la tomó por el cuello arrojándola a la cama.
—Nadie es más fuerte que tu rey —puntualizó intentando controlar la ira de su voz, hablándole en voz baja.
—Solo su reina —le retó, enredando sus falanges en la negra cabellera de su marido, atrayendo su rostro al suyo, besándolo con premura y pasión.
Astarté sabía que mientras Astaroth siguiera cayendo bajo sus encantos, ella seguiría manteniendo el control de la relación y eso la volvía la más fuerte de ambos. El demonio soltó su cuello, para tomarla por la cintura, pegándola a su cuerpo. La vampiresa lo giró sobre la cama, posicionándose arriba de él, sin dejar de besarlo intensamente, frotando su cuerpo contra el suyo, complacida al saber que seguía dominándolo.
—No puede ser hijo mío —Astaroth le susurró contra sus labios, mientras ella no dejaba de besarlo, imposibilitándole que siguiera hablando— ¿Con cuántos más te has acostado? —indagó, con una sonrisa en los labios, por la actitud candente de su esposa. Celoso por las manos que osaban recorrer el cuerpo de su mujer en su ausencia—. Nómbralos y arrancaré sus extremidades una a una.
Astarté dejó de besarlo, para pasar a respirarle cerca de la oreja, lamiendo su lóbulo derecho hasta enloquecerlo.
—Tendrías que asesinar a cada soldado que conforma tus legiones —confesó con una risita burlona.
Astaroth la tomó por la espalda, presionándola para dejarla boca abajo en su cama, pegando su cuerpo sobre el de ella, contorneando su figura con una mano.
—Dame otro hijo y prometo no volver a dejarte sola por tanto tiempo —besó su cuello, tirando levemente de su cabello.
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Editado: 19.04.2022