«Átenlos bien» dijo el hombre a cargo de la vendetta, haciendo oídos sordos a los pedidos de clemencia de Lautaro. Martín por otro lado, estaba callado; lo habían amarrado a un árbol sin oponer resistencia y parecía ajeno a la fiesta orquestada por los lugareños en la que él y su nuevo amigo eran los invitados de honor.
―Primero vamos a comenzar con el traidor ―dijo Edgar atando su largo pelo enrulado―. Nunca muerdas la mano que te dio de comer ―dijo sosteniendo una cuchilla de carnicero.
―¡Espera! ¡Espera! ―gritó Lautaro pataleando; sentado con sus manos amarradas a un árbol―. La violencia nunca es solución.
―Huiste como una rata mientras el violento de tu amigo nos insultaba ―dijo uno de los hombres de Edgar con una navaja sobre el cuello de Martín.
―Sácame esta duda que no me deja vivir. ¿Qué suvenir se llevaron de la casa embrujada? ―preguntó el líder golpeando con su puño duramente el estómago de Martín.
―Nada. No nos llevamos nada ―respondió Lautaro que fue puesto en su lugar mediante un cachetazo.
―Tenemos toda la noche para torturarlos antes de matarlos o quemarlos vivos ―dijo Edgar tomando a Martin del pelo ―. ¿Quién eres y por qué estas aquí? ¡Habla carajo! ―gritó volviéndolo a golpear.
Martín no contestaba. Soportaba los repetidos golpes de manera estoica y pese a que su rostro evidenciaba las huellas de la golpiza; su mirada permanecía inmutable como si no sintiera el dolor que tan brutalmente le infligían.
―Creo que este no va a hablar. Tenemos que hacer cantar al mocoso ―dijo otro de los hombres señalando a Lautaro.
―¿Qué se robaron pibe? ―preguntó Edgar mientras uno de sus secuaces golpeaba a Lautaro en el abdomen.
La sangre, mezclada con saliva, como respuesta a semejante paliza, encontraba salida por la boca del joven quien claramente no poseía el entrenamiento o la fortaleza para soportar lo que la mayoría de los mortales no toleraba.
Era el eslabón débil. Sin embargo, Lautaro aguantaba sin hablar; sin pedir clemencia; sin emitir sonido. Puede que no tuviera nada que decir, ya que se había unido a Martín hace apenas unas horas; pero aquel gesto valeroso de no mencionar siquiera el cuadro que buscaban hizo reaccionar a su colega, que por fin daba señales de vida.
―Tienen 40 años cada uno; pesan 100kg en promedio y están desquitando con un niño todos los fracasos de sus mediocres vidas ―dijo Martín sonriendo.
―¿Qué dijiste, charlatán? ―preguntó Edgar poniendo el arma que le quitaron a Martin en su frente.
―¿Para qué quieres saber a qué vinimos? Nada va a cambiar en tu vida por conocer mis motivos ―retrucó Martín mirándolo fijo.
―Tal vez no. Pero me gusta saber a quién estoy matando y por qué.
―No vas a matar a nadie con el seguro puesto ―dijo Martín provocando la distracción en su verdugo y la consecuente pérdida del arma.
Intentaron huir. Todos ellos corrieron a sus motos y autos pero la muerte los alcanzó antes de que llegaran, siquiera, a barajar la posibilidad. Fue un segundo. Otra artimaña más vieja que el viento que funcionaba a la perfección en un momento crítico. Todos los bandoleros yacían muertos en los campos de la residencia McGregor. A orillas de la casa de huéspedes para ser más precisos. Todos estaban muertos; todos excepto Edgar.
―Te lo suplico no me mates, tengo familia ―imploraba de rodillas con las lágrimas descontroladas.
―Es apenas un muchacho y lo golpeaste sin piedad. ¿Por qué yo debiera perdonarte? ―preguntó Martin apuntándolo a la cabeza mientras Lautaro permanecía desmayado; preso, todavía, de aquel viejo árbol.
―Porque no lo voy a hacer más. Solo queríamos asustarlos. Vengarnos un rato del momento que nos hiciste pasar ―rogaba y arrancaba el césped con sus manos, sin dejar de sollozar.
―Solo les pedí un favor ―dijo Martín apretando el gatillo.
Tenía otra pista. Aquella nota sobre la caja musical lo retaba a aventurarse en Neuquén, y aunque todavía no era capaz de entender el trasfondo de lo que ocurría, sí tenía claro que había perdido mucho tiempo. Al plazo de 15 días, impuesto por Samara, para entregar la colección completa de Alexander Averin, ya se le habían esfumado dos; y el hecho de que su próxima parada sea la Patagonia Argentina, a casi 1500km de distancia de su ubicación actual, lo llevaron a tomar el vehículo de uno de los ultimados matones y salir a toda marcha rumbo a su destino.
―Era hora de que te despertaras ―dijo Martín sonriendo, observando a Lautaro incorporarse en el asiento trasero del auto.
―¿Qué pasó? ¿Dónde estamos? ―preguntaba desorientado con ambas manos sobre su cabeza.
―Yo voy a Neuquén a perseguir el cuadro. Tú dime dónde queres que te deje ―dijo mientras Lautaro se pasaba al asiento del acompañante.
―¿Y los tipos que nos tenían?
―Nos dejaron ir. Creo que se aburrieron de nosotros ―respondió Martín con la vista en la carretera.
―Voy a hacer de cuenta que te creo ―dijo Lautaro mientras la risa repercutía de mala manera en sus costillas adoloridas.
Editado: 28.07.2018