Cautivos (borrador)

Capítulo VIII. Parte I. El curador

Sabida es la existencia del mercado negro a nivel mundial. Se trata de un negocio multimillonario basado en la compra venta de bienes y todo tipo de mercancías de modo ilegal evadiendo impuestos; sin embargo, la existencia de aquel sistema no implica, no obstante, la eliminación de los intermediarios ni mucho menos el famoso control de calidad que suele ser, incluso, más exhaustivo que los aplicados por vías legales ya que los productos rara vez tienen devolución.

Contrariamente a lo que la mayoría de los individuos de este planeta cree, buena parte de los grandes clientes que mantienen la economía subterránea andando sobre rieles tienen mucho que perder; eso si se considera la honra y la reputación como valores firmantes que ponen en juego prestigio y posición. En definitiva; este negocio, al igual que el mercado regular, funciona a distintos niveles proporcionando murga para todos pero Totoaba para muy pocos. De allí que no cualquiera sea comprador de grandes cargamentos de drogas; armas o seres humanos. Existe la fantasía de que con dinero se compra todo, especialmente en las putrefactas alcantarillas de la ilegalidad; pero los faltantes de los museos; las alhajas imperiales e incluso los tesoros extraídos de la colección de un privado tienen una clientela fija; dispuesta a pagar ni un centavo más de lo que su codicia acepte. Dicho eso, no resulta menos cierto que en ese resbaladizo terreno de autenticar verdaderos objetos, los clientes confían en dos o tres individuos insobornables; incorruptibles e inquebrantables que, no solo ofician de garantía viviente a través de su promesa de sangre, sino que además suelen ser la única vía para llegar a esos hombres inalcanzables con una propuesta que un ego tan grande jamás podría rechazar.

Cristóbal Ibáñez Mendieta era un famosísimo y retirado curador de arte que trabajó entre otros sitios en el Museo Metropolitano de New York y el Reina Sofía de la capital española. Su retiro del mundo académico y el espacio museístico poco tuvo que ver con su avanzada edad y su nada despreciable pensión. La majestuosidad de su trabajo así como una incesante curiosidad por aquellas obras que jamás vería en edificios oficiales lo llevaron a codearse con los hombres más poderosos del mundo que requerían de su ojo, experiencia y discreción para autentificar todo tipo de objetos, para el mundo perdidos, que adornarían, filtro de su sagacidad mediante, las paredes o habitaciones de museos particulares. Era el mediador. Conocía a la perfección los gustos de sus clientes y la predisposición de aquellos a la hora de entregar cuantiosas sumas de dinero por la pieza adecuada. Su canon no era nada despreciable; una ganga si se lo compara con los valores finales de las transacciones; no obstante si se involucraba el señor Ibáñez Mendieta es porque sabía que su porcentaje no sería menor a quinientos mil dólares; lo que equivale a decir que el precio inicial o base del objeto en cuestión era superior a los cinco millones.

No es que el trabajo abunde en aquellos nichos pero bien valía la pena, presentada la ocasión, echar un vistazo a la buena nueva e incrementar su pensión paralela, aprovechando que su palabra era sagrada para los compradores más avezados.

Semejante pieza clave del delito no estaba al alcance de cualquiera. Muy pocos tenían su número de contacto y en ocasiones no era condición sine qua non para obtener una entrevista personal. Todo dependía de lo que el vendedor creía tener; de las pruebas concretas, materiales con las que contaba para probarlo y una vez hecho el cálculo costo-beneficio, el viejo curador meditaba si valía la pena cruzar el mundo y abandonar su Madrid natal.

Así todo este era sin duda un caso atípico. La noticia de que estaba a disposición una de las colecciones más importantes y apetecidas del arte europeo contemporáneo, lo convenció casi inmediatamente a viajar al país más austral del mundo para escuchar, ver y de ser posible tocar; el santo grial de la pintura rusa. Allí lo esperaba Wilson haciéndose pasar por empresario inmobiliario y traficante uruguayo que venía ganando terreno en el universo de los cárteles, y se encontraba en Argentina disfrutando de un placentero descanso.

Para hacer negocios se reunieron en la capital salteña, en el norte argentino para conversar, tener un primer acercamiento y analizar las posibilidades de venta que tenía aquella reliquia del siglo XX.

A la hora pactada, Ibáñez Mendieta o simplemente Cristóbal, para la gente de confianza, ingresaba al hotel Provincial y se dirigía directamente a la suite presidencial donde se llevaría a cabo la tan ansiada reunión. Tras esperar no más de cinco minutos en el hall de recepción encima de unos comodísimos sillones tapizados en seda italiana, los dos señores elegantemente trajeados que no habían dejado de hablar por teléfono, aparentemente ultimando detalles de la seguridad de su jefe, abandonaron la habitación en el preciso instante en que Wilson dejaba su dormitorio y se disponía a saludar cordialmente a su cita.

―Digame –dijo yendo hacia la barra― ¿Qué le sirvo señor Mendieta?

―Whisky en las rocas por favor y llámeme Cristóbal ―dijo relajado―, evitemos los protocolos.

―Distendamos claro ―dijo Wilson chocando su vaso con el invitado.



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En el texto hay: misterio, romance, accion

Editado: 28.07.2018

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