Cazadores de luz: La amenaza en las sombras

El Sendero de la Ceniza

La caverna de las Hijas del Acantilado había sido un refugio vital para Cale, Nara, Milo y Kess durante una semana, un oasis de luz fosforescente y resistencia en la implacable Gran Oscuridad. Las mujeres, lideradas por Tira y unidas por la fuerza de Veyra y Soren, habían proporcionado al grupo no solo descanso y provisiones, sino también un plan para alcanzar la mina de la Luz de Ceniza, donde aguardaba la esfera capaz de destruir a los Umbríos. Sin embargo, los días en la cueva también habían marcado a Cale, cuya conexión profunda con Nara se había erosionado bajo el peso de sus encuentros nocturnos con Elyra, una exploradora de las Hijas. Él creía que mantener sus sentimientos por Nara a raya protegía la misión, pero la distancia entre ellos era un vacío que Nara sentía profundamente, aunque su determinación como oculta la mantenía enfocada en la esfera.

El amanecer —o lo que pasaba por amanecer en un mundo sin sol— marcó el inicio de su partida. La caverna estaba en movimiento, con las Hijas ultimando detalles: mochilas reforzadas con provisiones, arpones afilados, y rifles de cristal fosforescente cargados con proyectiles explosivos. Solo tres de las Hijas los acompañarían: Veyra, experta en navegación y combate; Lira, una rastreadora con un ojo infalible para los senderos; y Elyra, cuya experiencia contra los Umbríos y manejo de los rifles era crucial. La presencia de Elyra complicaba las cosas para Cale, pero no había tiempo para dudar. La mina estaba a varios días de marcha, a través de un terreno plagado de Umbríos más grandes y astutos que los del océano.

En la plataforma de la cueva marina, donde la lancha aguardaba para llevarlos a la costa, el grupo se reunió, sus rostros iluminados por las lámparas fosforescentes. Nara, con su arpón pequeño y el mapa de tela en la mochila, lideraba con una calma que ocultaba el dolor de la distancia con Cale. Sus ojos castaños escanearon al grupo, deteniéndose brevemente en él, pero no dijo nada. Cale, con su cuchillo de pesca y un rifle fosforescente que apenas sabía usar, evitó su mirada, ajustando las correas de su mochila con más fuerza de la necesaria. Milo y Kess, siempre un equipo, bromeaban para aliviar la tensión, aunque sus manos nunca se alejaban de sus armas.

Veyra, al timón de la lancha, dio la orden de subir, mientras Lira y Elyra revisaban las provisiones: comida seca, cartuchos de cristal, y linternas ultravioletas para repeler a los Umbríos. Tira, desde la plataforma, los despidió con una mirada que mezclaba esperanza y gravedad.

—La esfera es una promesa, pero el camino es una prueba —dijo, su voz resonando en la cueva—. Confío en mis Hijas, y ahora, en vosotros. Volved con esa arma, o no volváis. La Gran Oscuridad no espera.

Nara asintió, su tatuaje de cenizas visible bajo la manga enrollada.

—Volveremos —dijo, su voz firme—. Por los ocultos, por las plataformas, por todos.

La lancha rugió hacia la ensenada, dejando la cueva atrás. El océano negro lamía los costados, pero no había signos de Umbríos, solo la luna plateada iluminando el camino. En la costa, un sendero rocoso ascendía entre acantilados, marcado por Veyra como la ruta más segura hacia el interior. El grupo desembarcó, sus botas crujiendo contra la grava, y comenzaron la marcha, con Lira liderando como exploradora y Elyra cerrando la retaguardia, su rifle listo.

El terreno era traicionero, con rocas sueltas y grietas ocultas bajo la penumbra. La Gran Oscuridad hacía que cada paso fuera un acto de fe, y las linternas ultravioletas, usadas con moderación para conservar energía, proyectaban un resplandor púrpura que apenas cortaba la negrura. Veyra, caminando junto a Nara, señalaba puntos en el mapa, mientras Milo y Kess vigilaban los flancos, sus arpones preparados. Cale, cerca de Elyra, sentía el peso de su presencia, pero también la incomodidad de la mirada ocasional de Nara, que lo observaba cuando creía que no lo notaba.

El primer día de marcha fue agotador pero sin incidentes, con el grupo acampando en una cueva poco profunda, protegida por un saliente rocoso. Las linternas formaban un perímetro de luz ultravioleta, y Lira estableció turnos de guardia. Durante la cena —algas secas y tiras de pescado—, Nara habló del camino restante, su voz precisa mientras trazaba el sendero en el mapa.

—Estamos a dos días de la entrada principal de la mina —dijo, señalando una marca en la tela—. Pero hay un paso estrecho, el Desfiladero de las Sombras, donde los Umbríos cazan. Tendremos que movernos de noche, con las linternas al máximo, y rezar para que los rifles funcionen.

Elyra, sentada cerca de Cale, asintió, su tono profesional pero cálido.

—He pasado por desfiladeros así —dijo—. Los Umbríos son rápidos, pero la luz los frena. Si nos mantenemos juntos, podemos hacerlo.

Cale, escuchando, sintió un nudo en el estómago. La cercanía de Elyra era un recordatorio de sus noches en la cueva, pero la voz de Nara, su determinación, lo atraía como siempre. Sabía que su distancia la hería, pero se repetía que era lo mejor: la misión no podía permitirse distracciones. Sin embargo, cuando sus ojos se encontraron por un instante, vio en ella no solo dolor, sino una fuerza que lo hacía cuestionar su elección.

Milo, rompiendo la tensión, dio un codazo a Kess.

—Oye, si esos Umbríos quieren pelea, que vengan —dijo, con una sonrisa torcida—. Entre los rifles de las Hijas y el arpón de Kess, no tendrán oportunidad.

Kess rió, pero sus ojos escanearon la oscuridad más allá del campamento.

—Guarda la valentía, Milo —dijo—. Esto no es el océano. Aquí, los Umbríos juegan en casa.

La noche pasó con guardias rotativas, y aunque no hubo ataques, el aire estaba cargado de una presencia invisible, como si el terreno mismo los observara. Al segundo día, el grupo alcanzó el borde del Desfiladero de las Sombras, un cañón estrecho flanqueado por paredes de roca que parecían tragarse la luz. Nara, liderando, ajustó su linterna ultravioleta, su rostro iluminado por el resplandor púrpura.




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