El pasillo del hospital era cegadoramente blanco. Tras tantos días de vivir a la luz de las antorchas, las lámparas de gas y la sobrenatural luz mágica, la luz fluorescente hacía que las cosas parecieran planas y anormales. Cuando Beomgyu dio su nombre en el mostrador de recepción, advirtió que la enfermera que le entregaba la hoja de visita tenía una piel que resultaba extrañamente amarilla bajo la fuerte iluminación.
"Tal vez sea un demonio", pensó Beomgyu, devolviendo la hoja.
- La última puerta al final del pasillo. - Informó la enfermera, lanzándole una sonrisa amable.
"O tal vez estoy enloqueciendo".
- Lo sé. - Respondió. - Estuve aquí ayer.
"Y el día anterior, y el día anterior a ese..."
Eran las primeras horas de la tarde, y el pasillo no estaba atestado. Un anciano avanzaba arrastrando unos pies calzados con unas zapatillas de felpa y vestido con una bata, llevando a rastras un equipo móvil de oxígeno tras él. Dos médicos con dos batas quirúrgicas verdes sostenían sendas tazas de poliestireno, con una columna de vapor alzándose de la superficie del líquido en el aire gélido. Dentro del hospital la refrigeración estaba al máximo, aunque en el exterior el tiempo había empezado a ser por fin más otoñal.
Beomgyu encontró la puerta del final del pasillo. Estaba abierta. Miró al interior, no deseando despertar a Minho si este dormía en la silla situada junto a la cama, tal y como lo había estado haciendo las últimas dos veces que el había aparecido. Pero estaba en pie y consultando con un hombre alto vestido con los hábitos color pergamino de los Hermanos Silenciosos. El hombre volvió la cabeza, como percibiendo la llegada de Beomgyu, y este vio que se trataba del hermano Hyungsik.
Cruzó los brazos sobre el pecho.
- ¿Qué es lo que sucede?
Minho tenía aspecto agotado. El menor pudo ver el bulto de los vendajes que todavía le rodeaban la parte superior del pecho bajo la holgada camisa de franela.
- El hermano Hyungsik se iba en estos momentos. - Dijo.
Alzando la capucha, Hyungsik fue hacia la puerta, pero Beomgyu le cortó el paso.
- ¿Y? - Le interrogó. - ¿Va a ayudar a mi padre?
Hyungsik se acercó más, y él pudo sentir el frío que emanaba de su cuerpo, como vapor de un iceberg. "No puedes salvar a otros hasta que te hayas salvado a ti mismo primero", dijo la voz en su mente.
- Este rollo de las galletitas de la suerte se está quedando muy pasado de moda. - Repuso Beomgyu. - ¿Qué le pasa a mi padre? ¿Lo sabe? ¿Pueden ayudarlo los Hermanos Silenciosos tal y como ayudadon a Kai?
"Nosotros no ayudamos a nadie. - Dijo Hyungsik. - Ni tampoco es de nuestra incumbencia asistir a aquellos que se han separado voluntariamente de la Clave."
El muchacho se echó hacia atrás mientras Hyungsik pasaba junto a él y salía al pasillo. Le contempló alejarse, mezclándose con la multitud, sin que ni una sola persona le mirara dos veces. Cuando dejó que sus propios ojos se entrecerraran, vio la reluciente aura del glamour que lo envolvía, y se preguntó qué veían ellos: ¿otro paciente? ¿Un médico que andaba apresuradamente con una bata quirúrgica? ¿Un visitante afligido?
- Decía la verdad. - Dijo Minho desde detrás de él. - Él no curó a Kai; lo hizo Choi Soobin. Y tampoco sabe qué es lo que le pasa a tu padre.
- Lo sé. - Replicó Beomgyu, volviendo la cara hacia la habitación.
Se acercó a la cama con paso fatigado. Resultaba difícil conectar a la pequeña figura blanca que yacía allí recubierta por encima y por debajo por un enjambre de tubos. Su tez estaba tan pálida que a Beomgyu le recordaba a la Bella Durmiente del museo de Madame Tussaud, cuyo pecho ascendía y descendía sólo porque le daba vida un mecanismo de relojería.
Tomó la delgada mano de su padre y la sostuvo, tal y como había hecho el día anterior y el anterior a ese. Sentía el pulso latiendo en la muñeca de Taemin, firme e insistente.
"Quiere despertar. - Pensó Beomgyu. - Sé que quiere hacerlo."
- Desde luego que quiere. - Dijo Minho, y Beomgyu se sobresaltó al comprender que había hablado en voz alta. - Lo tiene todo para querer ponerse bien, incluso más de lo que podría imaginar.
Beomgyu volvió a dejar la mano de su padre sobre la cama, con delicadeza.
- Te refieres a Yeonjun.
- Por supuesto que me refiero a Yeonjun. - Replicó Minho. - Le ha llorado diecisiete años. Si pudiera decirle que ya no necesita llorarle... - Se interrumpió.
- Dicen que la gente en coma a veces puede oírte. - Ofreció el menor.
Desde luego, los médicos habían dicho que aquello no era un coma corriente: ninguna herida, ninguna falta de oxígeno, ningún repentino fallo cardíaco o cerebral lo había causado. Era como si sencillamente estuviera dormido, y no se lo pudiera despertar.
- Lo sé. - Dijo Minho. - He estado hablando con él. Casi sin pausa. - Le lanzó una sonrisa cansada. - Le he contado lo valiente que has sido. Lo orgulloso que estaría de ti. Su hijo guerrero.
Algo agudo y doloroso se alzó en el interior de la garganta del menor, y él lo empujó hacia abajo, apartando la mirada de Minho para dirigirla a la ventana. A través de ella podía ver la pared de ladrillo liso del edificio de enfrente. Allí no había hermosas vistas de árboles o de un río.
- He hecho las compras que me pediste. - Indicó. - Compré mantequilla de cacahuete, leche, cereales y pan. - Hundió la mano en el bolsillo de los vaqueros. - Tengo el cambio...
- Quédatelo. - Respondió Minho. - Puedes usarlo para pagarte un taxi de vuelta.
- Jake va a llevarme en coche. - Informó Beomgyu; comprobó el reloj de mariposas que colgaba del llavero. - De hecho, probablemente esté abajo ahora.
- Estupendo, me alegro de que vayas a pasar un rato con él. - Minho pareció aliviado. - Quédate el dinero de todos modos. Cómprate comida para llevar esta noche.
El muchacho abrió la boca para protestar, luego la cerró. Minho era, como su padre siempre había dicho, una roca en tiempos difíciles, sólida, con la que se podía contar y totalmente inquebrantable.