Al abrir los ojos Alain Farren se encontró con un lugar oscuro y solitario. Desorientado, analizó el entorno tratando de averiguar en qué sitio estaba, pero por más que esforzó la vista una espesa niebla le impidió divisar cualquier objeto o paraje. Era como estar varado en medio del ancho mar donde el principio o el final de una tierra segura es imposible de encontrar.
Se disponía a recorrer el misterioso lugar cuando notó algo aún más extraño: tenía diez años de edad. Al descubrir que era un niño otra vez un fuerte crujido resonó a su espalda. Habiendo tomado la conciencia y apariencia de un infante, giró asustado encontrándose así con una vieja puerta de madera de finos acabados que la niebla dejaba al descubierto tras desvanecerse a su alrededor. Del otro lado se escuchaban voces embrolladas y distantes pese a la corta distancia que los separaba.
El pequeño deseaba alejarse, sin embargo, la curiosidad junto a una extraña fuerza exterior lo impulsaron a abrirla. Tomó la redonda perilla y removió el pestillo, la puerta fue abriéndose con lentitud, crujiendo estrepitosamente a cada centímetro, para dar paso a una amplia y sofisticada sala de estilo rústico. Era un cuarto insólito, la mayoría de los objetos se veían deformes y borrosos, únicamente se distinguían con claridad unos sofás de tela verde, una mesita de centro y una chimenea encendida por delante de estos.
Manteniéndose de pie en el umbral, Alain movía sus ojos por todos los rincones de la sala intentando descubrir el origen de las voces. De repente, el cuerpo de una mujer apareció tendido boca abajo justo en el espacio entre los sofás y la mesa, el niño palideció al verla.
Aunque el rostro de la mujer permanecía oculto era evidente que densa sangre brotaba desde alguna herida en su cabeza dada a la cantidad del viscoso líquido extendiéndose sobre la alfombra y su rizado cabello rojo. Petrificado, Alain advirtió que otra figura se alzaba cerca de la mujer: la silueta de un hombre cuya mitad del rostro solo era visible a causa de las inconsistentes llamas de la chimenea. Su presencia y el vacío en sus ojos verdes bastaban para infundir en el pequeño agudo temor.
Todos los objetos dentro de la sala comenzaron a derretirse cual pintura transformando el escenario en uno completamente diferente. De la nada, Alain se encontró nuevamente con la tétrica imagen de Noelani tendida sin vida en medio de su destruido hogar. Las vívidas experiencias fueron demasiado para el niño.
—¡Basta, por favor! —gritó sujetando su cabeza con ambas manos mientras se encorvaba.
Preso del miedo, dio media vuelta y corrió lo más rápido que las cortas piernas le permitieran. Desgraciadamente, no pudo alejarse demasiado. A los pocos pasos de adentrarse en el oscuro lugar cubierto por niebla, una especie de cuerda invisible lo sujetó de los tobillos haciéndolo caer y empezó a arrastrarlo de regreso.
—¡Suéltenme! —pedía con lágrimas en los ojos.
Desesperado, clavó los dedos en el suelo intentando sujetarse de cualquier cosa, pero en ese lugar no había nada que pudiese salvarlo. Volteó hacía la puerta solo para descubrir que tanto la sala rústica como la habitación de Noelani —las cuales aparecían de forma intermitente una sobre otra— estaban siendo consumidas por un intenso fuego.
Alain, gritando de desesperación, luchó en vano por liberarse de la cuerda y de un brusco jalón fue arrastrado dentro del incendio; la puerta se cerró de golpe tras entrar en él. Indefenso y siendo prisionero del miedo, dejó de forcejear quedándose quieto entre cenizas y un calor que lastimaba la piel. Desde las sombras observó a la figura del hombre acercarse a él, apareciendo y desapareciendo entre los cambios de escenario, con una cuchilla en mano.
—Padre… no me lastime —suplicó con voz temblorosa al reconocerlo.
El hombre, sin mediar palabra, se agachó a un lado suyo y súbitamente incrustó la cuchilla sobre el pecho de su hijo. Al sentir como la afilada hoja perforaba su corazón, Alain despertó de golpe.
Sentado sobre su cama y bañado en sudor, respiraba alterado. Cada inhalación y exhalación ardía igual que cientos de diminutas heridas siendo rociadas por alcohol. De inmediato, examinó su pecho para comprobar que no tuviera lesiones recientes y que, en efecto, fuera un joven de casi 20 años. Por fortuna así era, siendo la marca de la maldición la única lesión que dolía.
Habiéndose tranquilizado, miró al frente donde un gran reloj holográfico proyectado sobre la pared le hizo saber que faltaban 15 minutos para las dos de la mañana. Soltó un profundo suspiro y abrazó sus rodillas ocultando la cara entre ellas. Se sentía agotado y enfermo, ese sueño arrebató la poca energía que aún pudiera tener. Debido a la maldición pasaba semanas sin dormir, pero cuando conseguía hacerlo era hostigado por terribles pesadillas. No sería capaz de soportar aquella tortura por más tiempo.
Mientras se abrazaba a sí mismo, las perturbadoras imágenes de su sueño saltaron a su mente de forma violenta como si fueran marcadas con hierro caliente sobre su frente.
—Mamá, Nana… lo siento —susurró a la par que gruesas lágrimas humedecían sus mejillas.
Las horas pasaron y Alain no consiguió descansar ni relajarse. Dio vueltas en la cama hasta que el molesto ruido del despertador indicó la llegada de un nuevo día de actividades en el Cuartel General. Irritado, desactivó la alarma y volvió a echarse sobre las aterciopeladas sábanas.