Cenizas al café

• 3: Escalofríos •

Primer día de clases - mediodía y mañana

Primer día de clases - mediodía y mañana

La cantina del instituto Carpe Diem era un sitio disfrutado por todos, un espacio extenso y moderno con una amplia variedad de opciones gastronómicas. Vienna había sido la encargada de comprar el almuerzo para Merlía y para ella, que degustarían con el grupo de amistades antes de ingresar a la próxima clase. En el piso de arriba había una mesa que parecía tener sus nombres escritos en tinta invisible: nadie más la ocupaba, a nadie se le ocurría.

Mientras esperaba a que la comida fuera preparada, una llamada de su novio apareció en la pantalla del celular.

—No, Bruno, no puedo salir hoy —explicó en cierto punto, balanceándose de un lado a otro, con la mirada clavada en las sartenes y en las ollas que tenía enfrente. Le agradaba que los estudiantes y los funcionarios pudieran ver el proceso de la elaboración de lo que pronto estaría en sus platos—. Voy a ir a Coriandre con Mer, hace tiempo que tenemos ganas de volver.

Cerca de ella, también aguardando por el pedido, unos oídos escuchaban sin buscarlo la conversación telefónica. Nuria Avellaneda, en sus labores de profesora de Historia y de adscripta, conocía a las mellizas Ferrari. Si bien estas eran profundamente admiradas por sus compañeros, no por las autoridades. Nuria no había tenido un trato directo con ellas, pero sabía por Viñoni y por la directora, que eran de las que "daban trabajo", de las "problemáticas". Sobre todo Vienna, la muchacha de cabellera pintada del color del ónix y uniforme bien entallado. Aun así, intentó mantener la mente libre de prejuicios.

—Me voy a tomar un mojito pensando en vos —se oyó, el tono coqueto de la de ojos azules se hacía patente, y Nuria podía adivinar que una sonrisa se hallaba en su rostro—. Y ya nos vamos a ver, acordate que tenemos el toque del viernes. Y después, nos espera una buena noche en tu casa...

A la docente le llamó la atención que una jovencita de quince años mencionara una bebida alcohólica, por lo que supuso que el tal Coriandre era alguna clase de bar. No era ajena al hecho del consumo en la adolescencia, mas algo le removió y le hizo fruncir el ceño. Se sintió incómoda al escuchar la última parte de la conversación, como si hubiese invadido sin quererlo la intimidad de la morocha.

El cocinero le entregó su plato a la treintañera y esta se dispuso a salir, a lo mejor encontraba una mesa libre en el exterior de la cantina. Observó su reloj de muñeca y verificó que eran las doce del mediodía, aún le quedaba un tiempo antes de reintegrarse al trabajo. Ya sabía ella que Viñoni le encargaría organizar los horarios y las incontables fichas de los alumnos, y quizá luego, en algún momento libre, podría tomarse un café con su querido amigo Hernán y ponerse al día.

Cuando atravesaba el umbral y el cálido viento la saludaba, aprovechó para echarle un último vistazo a aquella que, ya sosteniendo una bandeja con dos platos, continuaba charlando por teléfono.

Vienna no tardó mucho en despedirse del varón y acercarse a la escalera. Siempre era igual: llegaba, saludaba al grupo, se sentaba en la cabecera de la mesa, con su hermana a la derecha y su buena amiga Agustina a la izquierda. Devoraban todas sus escasas porciones y conversaban de trivialidades en un ambiente efervescente y animado. Sus planes se vieron arruinados en cuanto percibió desde la pared vidriada una situación alarmante.

Su melliza no se encontraba en el salón de arriba como era de esperarse, sino que estaba sentada en el banco de una de las mesas de piedra del patio. Además, una silueta femenina, un tanto ancha, cubierta de telas negras se hallaba a su lado, con una mano apoyada sobre el hombro de un niño que lloraba. Apenas divisó que se trataba de su hermano, depositó la bandeja en el primer sitio que vio, traspasó la puerta y corrió hacia allí.

Todos posaron la vista en la recién llegada, que ya estaba rodeando al chico con los brazos. Antes de preguntarle —aunque realmente sabía— la razón de su tristeza, se fijó en los desconocidos ojos castaños y hundió las cejas.

—¿Quién sos vos? —interpeló, con recelo, colocando su cuerpo por delante del menor en un intento absurdo de defenderlo.

—Soy Nuria, Nuria Avellaneda —se presentó la docente, cuya mente no dejó pasar por alto que era la primera vez que tenía a la morena de tez alba dirigiéndole la palabra. Parecía ser un gran acontecimiento; conocer a esa muchachita que era todo un personaje en Carpe Diem, a la que minutos atrás había escuchado conversando y de la que tanto se hablaba en secreto—. Vine porque encontré a Andrés llorando, solo, y luego vino Merlía. Aún no me entero de por qué está así. Merlía dice que no sabe y él no ha podido hablar. ¿Vos tenés idea? Quizá pueda ayudarlo.

Vienna se cruzó con su mirada, que más que curiosidad denotaba auténtica preocupación. La de Merlía, por otro lado, parecía suplicarle de rodillas que guardara silencio, negando con la cabeza de forma sutil. Y Andrés... Él ni siquiera la miraba, su visión apuntaba a la tierra, las gotas se derramaban sin descanso. Se enfrentaba el más joven de los Ferrari a la tan conocida encrucijada, a los profundos deseos de largar las palabras, que ya no tenían lugar en su garganta. Quizás hubiese querido volcar el llanto en los hombros de esa cordial profesora que se había acercado, que genuinamente ofrecía ayuda. Quizás lo hubiese hecho, de no haber existido un pacto silencioso entre los tres hermanos, que ya parecía ser algo intrínseco a su lazo. Vienna asintió con un movimiento, tan discreto que solo Merlía lo notó, y era eso lo que buscaba. Si bien lo dudó por unos brevísimos instantes, tenía lista la respuesta:




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.