¿Cómo poder discernir entre lo real y lo ficticio?, saber que es un sueño y aun así saber que es real.
El frío acogedor le hacía recordar a las noches de tormenta en las que iba y se acurrucaba en medio de ellos. Aquella noche era similar, era una tormenta, salvo que ya no podía acudir a la protección de ellos. Aquella noche era igual, pero sin ellos.
— ¡Liam! —logró escuchar a lo lejos. Sonaba femenina. Sus brazos le rodeaban las rodillas, sentado detrás de la puerta de la que solía ser su habitación, asustado y con las lágrimas contenidas, las cuales, a continuación, amenazaban en salir luego del estruendoso estallido que le hizo rimbombar los tímpanos. No supo de dónde provenía, ningún niño de ocho años podría reconocer el sonido de un revolver.
— ¡Liam, ¿Dónde estás?! —escuchó nuevamente un poco más de cerca. Se levantó al instante de percibir de quién provenía. La mujer lo abrazó desesperada y agitada, palmoteaba el pequeño y frágil cuerpo del niño verificando cada uno de sus miembros. Lo levantó y seguidamente lo abrazó aliviada de que estuviese bien; pudo sentir el pequeño corazón del niño golpeándole fuertemente el pecho, vivo y palpitante como sentía su cabeza en ese momento.
— Ya estoy aquí, está todo bien —dijo con el niño aún en sus brazos, poniendo a prueba su habilidad para mentir. Lo mantuvo levantado hasta que sus piernas y brazos se debilitaron; necesitaba un tiempo. Lo bajó lentamente hasta verlo recuperar una posición estable.
— Iremos a casa, ¿vale? — intentó sonreírle; le salió pésimo—. Ve y trae tus cosas, te dejaré traer lo que quieras. —Se encorvó y adecentando le limpió la mejilla. Liam intentó reaccionar, pero le era complicado, no entendía qué ocurría, pero muy fuera de eso no entendía el por qué su cuerpo le empezaba a sudar, y cómo un pitido fuerte le invadió el sonido en sus oídos, tanto como para aturdirlo; observó cómo lentamente el borroso reflejo de Jhosepine se difuminaba, como cuando vez tu reflejo en un vidrio empapado. Sus débiles piernas perdieron toda la energía retenida, así como también el resto de su cuerpo, lo que le llevó a caer tendido en el piso de la habitación, inmóvil, pero consiente. Escuchaba todo lo que ocurría a su alrededor: el llanto desesperado de Jhosepine, sirenas de patrullas de Policía y sentía su corazón latente en los oídos. Cerró los ojos y a continuación el negro color le invadió la vista y las ganas de vivir.
…
Abrió los ojos al despertar, agitado y húmedo por el sudor que le yacía en su frente recostada al escritorio. Recobró la postura y se masajeó el cuello entumecido y adolorido; le amenazaba un tortícolis.
— Ahí vamos de nuevo —dijo en voz baja mientras se recostaba en la acolchada silla de escritorio. Enseguida tomó el teléfono y tecleó unos cuantos números.
— ¿Puedes venir? —Sonaba cansado y adormecido.
— No lo creo —se escuchó una voz en la otra línea—. Estoy en la compañía intentando persuadir a Jonni para que no me despida. Llevamos dos meses de retraso, Liam… —Espera… —interrumpió—. Estoy agotada con todo esto. —Jhos… —repitió—. Ya lo terminé
No se escuchó respuesta alguna del otro lado hasta unos segundos más tarde.
— ¡Oh! Bueno, puedo arreglar algunas cosas por aquí. Déjame voy... dame unos minutos —Añadió Jhosepine finalmente. Liam se desprendió del teléfono y apretó los ojos al seguir masajeando los músculos contraídos de su cuello.
6:25 p.m. le advertía el reloj analógico colgado en la pared posterior de su oficina, en la cual llevaba horas de trabajo continuas. No veía el escribir como un trabajo, pero la situación en la que se encontraba le obligaba verlo de esa manera. No le gustaba que lo presionaran a la hora de hacerlo, no se puede escribir bajo presión, las cosas no le salían bien, al menos así pasaba con él. Nada había estado bien los últimos cuatro meses, nada era como antes. Echaba de menos inspirarse, echaba de menos pasar horas ante el computador con los ojos cristalizados, casi halógenos, y los dedos entumecidos, como cual músico después de un concierto.
Luego de unos minutos se levantó y fue a la cocina de su departamento, rustico y cálido, como las casas de aquel pueblillo Minnesotano; aun las recordaba. Se sirvió una taza de café humeante, tinto y con una cucharadita de azúcar; quería despertarse. Cogió la taza aún con la cucharita dentro y se dirigió a la habitación. Una cama amplia y blanca en el interior de la habitación la conformaban, junto a dos mesitas de noche en los costados, una de ellas estaba repleta de hojas garabateadas acompañadas de una lámpara de escritorio al estilo tradicional. También uno que otro mueble decorativo llenaba el espacio de la amplia habitación. Sorbo un poco de café el cual le quemó la punta de la lengua al sorber, colocó la taza con la cucharita en la mesita disponible y a continuación se desabrochó la camisa de traje que llevaba puesta, y junto con eso la correa de su pantalón. Finalmente se despojó de sus prendas de vestir hasta quedar en ropa interior. Al culminar, se encaminó hacia el baño de la habitación y abrió la manilla de la regadera. El agua le masajeaba el rostro, era como estar bajo una lluvia tórrida. Necesitaba pensar bien lo que iba a decidir, necesitaba pensar bien lo que le diría a Jhosepine cuando llegase. Pero más necesitaba encontrar las respuestas a tantas interrogantes que le carcomían los recuerdos, y al parecer, había dado con la excusa perfecta.