Colocó las manos en oración, con los codos apoyados sobre la mesa y esperó a que su madre comenzara a orar para dar bendición por los alimentos recibidos aquella noche.
Cerró los ojos y el tono de voz de su madre, a contrapunto con el canto de la música que reproducía el tocadiscos, impregnó el ambiente de armonía. Una sensación de paz y bienestar que escasas veces experimentaba, especialmente cuando visitaba a su padre después del colegio. No era una visita cordial, era la rutina diaria que debía hacer para no recorrer más de seis kilómetros a pie.
Se sentaba en un taburete casi tan alto como él y esperaba a que finalizara el trabajo en silencio.
No debía interrumpirlo bajo ninguna circunstancia, lo sabía de sobra, pero aquella tarde en especial recordó como las preguntas se acoplaron en su mente y tuvo la desfachatez de hacerlo.
No podía comprender cómo podía congelar en el tiempo un ser tan puro, tan brillante y tan vivo.
Su padre le colocó el ojo de cristal a la cabeza de ciervo que estaba a punto de completar y él no podía quitarse de la cabeza que pudiera irradiar tanta vitalidad cuando ya estaba muerto.
—¿Padre, no siente pena por los animales?.
Enseguida el hombre apartó su atención de la creación y observó a su hijo con seriedad.
Aquel semblante tan característico, que Charles veía a diario, seguía amedrentándolo.
—La compasión no forma parte de un verdadero hombre—respondió con voz tosca y grave—. Deberías comportarte como tal y no molestarme. La próxima vez te quitaré los zapatos y volverás andando.
No volvió a mencionar palabra alguna hasta la cena, cuando todos concluyeron la oración con un «amén» y se dedicaron a comer en silencio.
Aquella noche se arropó en su cama, pero su sueño fue interrumpido por los fuertes gritos de su madre. Eran desgarradores, terribles y parecían venir del mismo infierno.
Desprendió los pies por el costado de la cama y miró el resquicio que siempre dejaba en la puerta de su habitación.
Había golpes, pasos acelerados, jadeos y voces desconocidas.
Tenía que averiguar qué estaba pasando, lo tenía que ver con sus propios ojos.

Había logrado amontonar suficiente información sobre la vida del criminal Charles Miller y cada párrafo que leía de su historia removían, si se podía, más mi curiosidad.
La falta de interés, la desidia y la incompetencia que habían habitado en mí durante mi lucha contra el artículo Luka Steward habían desaparecido. Dejando que mi inspiración renaciera, pero había un problema, me faltaban datos.
No podía escribir una historia solo con fragmentos de artículos de periódico y, aunque piensen que estoy loco, ahí estaba yo plantando en la puerta del apartamento de Shavanna buscando consejo.
Ella abrió descubriendo mí presencia aporreando la puerta casi a las diez de la noche.
Su semblante parecía consternado.
—¿Logan, qué haces aquí?
Me colé por el lateral esquivando su cuerpo y dejé mi maletín sobre la mesa redonda que había en el salón.
—Necesito consejo. —Lo abrí y le entregué algunos manuscritos con los fragmentos más relevantes que había logrado hallar de la vida de Charles—. Dime qué te parece, y si crees que merece la pena.
Shavanna los leía y esperé pacientemente.
Parecía que había interrumpido una velada con su copa de vino y una película de extraterrestres que el gran James Cameron, dirigió y que a mí, personalmente, no me gustaba nada.
—Parece interesante, sí—apartó la vista de los escritos y me miró—, ¿por qué vienes a mostrarme esto a estas horas?
—Porque he tomado una decisión. Voy a ir allí, a Bartomville. —Mi euforia casi podía se podía acariciar—. Voy a investigar a Charles Miller a fondo y voy a escribir su biografía.
Ella apretó los labios, dejó los papeles sobre la mesa y, vacilante, buscó su copa de vino para darle un sorbo.
Se sentó en el sillón, ignorándome por completo y por un momento pensé que no volvería a hablar del tema, pero lo hizo.
—¿Qué piensa Olivia de que estés mal de la cabeza?
—Todavía no se lo he dicho. —Me acerqué y me senté a su lado—. Ella está arisca como un gato, no es momento de hablar de esto.
—¿Por qué está cabreada?
La pregunta de Shavana tenía una respuesta sencilla, pero complicada de admitir: Porque soy un padre horrible, que faltó al cumpleaños de su hija, que no compró un regalo y que inclumplió una promesa a su esposa.
Eran tantas las variaciones y tan complejas de pronunciar que no podía contar la verdad.
Aquella tarde había llegado y con el rabo entre las piernas me había dirigido al jardín trasero de mi casa.
Emma no estaba enfadada, los niños no parecen guardar rencor en el alma y nada más verme se lanzó a mis brazos llamándome «papi»
La cogí en peso, rodeó mi cuello con sus delgados brazos, besé su mejilla y felicité su cumpleaños.
Cuando mi mirada exploró más allá del rostro de Emma, me encontré con las miradas decepcionadas que habitaban en todos los presentes. Se habían reunido alrededor de la mesa del jardín para degustar carne a la brasa y festejar el sexto año de vida de mi hija.
Mi padre, con su puro en la boca, arrugó la frente y me miró con desagrado. Y mi hermana no vaciló en ocultar una mueca de hastío.
Los únicos que se salvaron fueron mi madre y el hermano de Olivia, que es un tío de puta madre, disculpen la expresión.
Pero lo más complicado fue enfrentarme al semblante de mi esposa que, para mi sorpresa, ignoraba por completo mi llegada mientras retiraba los platos sucios.
La seguí hasta la cocina y allí se provocó el holocausto que me había arrastrado a dormir en el sofá de mi estudio.
En cierto modo no me venía mal haber sido exiliado de mi propio dormitorio, mirando el lado positivo, no tenía que buscar una escusa para poder leer hasta altas horas de la madrugada la historia de Charles.