Chica de compañia

Tres

A la mañana siguiente, Sarah despertó con el sonido del tráfico y los murmullos del vecindario, pero la primera sensación que la invadió fue la presión del sobre bajo su almohada. Apenas había dormido, dando vueltas en la cama, con la mente ocupada en el dinero y en las implicaciones de lo que había hecho la noche anterior. Miró el sobre antes de sacarlo y contarlo una vez más, con una precisión casi obsesiva. La cantidad era suficiente para cubrir el alquiler del mes, la comida, e incluso quedaría algo para ahorrar. Con ese dinero en la mano, la ansiedad que la había acompañado desde su llegada a la ciudad se disipó, al menos por un momento.

Guardó el sobre en su bolso y salió del apartamento, lista para un día más en la universidad. Sin embargo, el día transcurrió de manera extraña. No podía concentrarse en las clases, y las caras de sus compañeros se difuminaban en el trasfondo de sus pensamientos. Se sentía diferente, como si el simple hecho de haber aceptado dinero por esa noche la hubiera cambiado de una manera sutil pero irrevocable. Los comentarios de las chicas a su alrededor, las risas de los chicos, todo parecía estar separado de ella por una distancia invisible. Se preguntó si alguno de ellos alguna vez había hecho lo que ella había hecho. Probablemente no. Pero eso no le molestaba tanto como habría imaginado; lo que la inquietaba era la sensación de que ahora sabía algo que ellos no sabían. Había descubierto un atajo, un secreto que cambiaba las reglas del juego.

Esa tarde, después de las clases, caminó hacia su trabajo en la cafetería como si todo siguiera igual, pero algo en ella había cambiado. Mientras servía a los clientes, cada pequeña interacción le parecía menos significativa. Lo que antes le causaba frustración —las órdenes mal dadas, las quejas sin sentido— ahora le parecía banal. El dinero que ganaba ahí, después de largas jornadas, palidecía en comparación con lo que había obtenido en una sola noche. La pregunta de "¿qué hago aquí?" le rondaba la cabeza todo el tiempo, aunque no se atrevía a contestarla con sinceridad.

Al día siguiente, Laura la llamó. "¿Y cómo te fue?", preguntó con el tono despreocupado de alguien que no temía las respuestas. Sarah dudó antes de responder, tratando de encontrar las palabras adecuadas para describir lo que había sentido, pero no pudo hacerlo. "Fue... bien", se limitó a decir. Laura soltó una carcajada. "Sabía que te iba a gustar. Esteban me dijo que te portaste muy bien, y me ha preguntado si te gustaría repetir." Sarah apretó el teléfono entre sus dedos. ¿Repetir? No había pensado en eso. O al menos no de manera consciente. Había prometido que sería solo una vez, pero la oferta estaba ahí, y la promesa que se había hecho a sí misma comenzaba a desvanecerse como una niebla tenue.

"Déjame pensarlo", dijo finalmente. Colgó antes de que Laura pudiera insistir más. La realidad de volver a ver a Esteban no era tan desagradable como pensaba inicialmente. Había sido amable, respetuoso, y la experiencia había sido sorprendentemente simple. Esa noche se preguntó si realmente habría algún riesgo en hacerlo de nuevo.

La respuesta llegó más pronto de lo que imaginaba. Unos días después, Esteban la invitó nuevamente, esta vez para una gala benéfica. Sarah aceptó. La segunda vez fue más fácil que la primera, sin el nerviosismo inicial ni las dudas morales que la habían atormentado. Esteban la recibió con la misma cortesía, y ella se deslizó en su papel de acompañante con una naturalidad inquietante. Al final de la noche, cuando el sobre cambió de manos, ya no sintió el peso del dinero como algo extraño. Había comenzado a ver las recompensas de manera pragmática, casi como una transacción.

El dinero de esas primeras citas le permitió respirar más fácilmente. Pudo pagar el alquiler por adelantado, comprarse ropa nueva —algo que hacía meses no podía permitirse—, y comenzar a disfrutar de pequeños lujos que antes parecían inalcanzables. Incluso dejó de trabajar en la cafetería, sabiendo que no tenía sentido seguir allí, agotándose por una fracción de lo que podía ganar en una sola noche. Laura la felicitó por "dar el paso", pero la verdad era que Sarah apenas se reconocía a sí misma. Había una parte de ella que no podía negar que estaba disfrutando de este nuevo poder, de esta libertad económica. Pero también, en los momentos de quietud, se preguntaba qué más estaba dejando atrás.

A medida que continuó con estas citas, los hombres comenzaron a ser variados. No todos eran como Esteban. Algunos eran más jóvenes, otros más viejos, algunos reservados, otros abiertamente coquetos. Pero todos tenían algo en común: la buscaban por lo que representaba. Era hermosa, elegante, y, sobre todo, distante. Mantener esa distancia emocional se convirtió en su escudo, algo que aprendió a perfeccionar. No importaba cuántas cenas o eventos asistiera, siempre había una barrera invisible que la protegía. Al principio, pensó que esto sería suficiente para preservar su sentido de sí misma. Pero con cada nuevo encuentro, con cada nuevo sobre lleno de dinero, empezaba a notar una sensación de vacío que crecía lentamente en su interior.

No volvió a ver a Esteban de inmediato, pero siempre estaba presente en su mente. De alguna manera, él había sido la puerta de entrada a este mundo, y aunque no lo admitiera, sentía cierta conexión con él. Cuando finalmente la contactó para otra cita, Sarah aceptó sin dudarlo. Durante esa tercera salida, Esteban fue aún más cercano, más atento. Le hacía preguntas sobre su vida, sobre sus aspiraciones, como si realmente le importara lo que ella tuviera que decir. Sarah no estaba acostumbrada a ese tipo de interés genuino. Esa noche, cuando él le sugirió pasar más tiempo juntos fuera de estos eventos, ella se encontró tentada a aceptar. Pero algo la detuvo. Sabía que, aunque Esteban fuera amable, no dejaba de ser una transacción. Y esa línea, por ahora, no estaba dispuesta a cruzarla.




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