Sentí un toque húmedo sobre mi mejilla. Una pequeña gota de lluvia que podría ser confundida con una lágrima cayó, y me dio una tierna caricia.
—Parece que va a llover —dijo mi hermano, apoyando sus brazos sobre el muro de la terraza.
—Eso parece —le dije —. ¿Pedro ya terminó de bañarse?
—Se está cambiando, apenas salió del baño.
Mire mi reloj de pulsera.
—Pues que se apure, porque solo faltan diez minutos para las cinco.
—Tú sabes que es el rey de la puntualidad —dijo con sarcasmo.
Nos quedamos en silencio por algunos minutos.
El sol a lo largo del día había estado brillando con firmeza en el cielo. Pero al alzar el rostro, ahora se veía como las nubes brumosas habían tomado dominio del mismo. El aire dulce y fresco había cambiado, ahora se le había sumando un aroma suave a menta y jengibre, dando como resultado el olor de la melancolía.
—Por cierto me encontré hace unos minutos con el mono —comenté, rompiendo por fin el silencio.
—¿En serio?, ¿y cómo está?
—Está bien, al parecer está prestando el servicio militar.
—¡¿El mono está prestando el servicio miliar?! —exclamó, mientras volteaba a mirarme con asombro—. Pero si a él le gustaba estar en la calle, jugando futbol, montando bicicleta.
—A mí también me sorprendió cuando lo vi.
Y volvió el silencio.
—Oye, ¿no crees que es extraño volver por acá después de tanto tiempo? —preguntó mi hermano a los minutos.
—Sí, eso mismo pensaba —le respondí—, muchas cosas han cambiado.
—Me gusta haber vuelto, pero a la vez ya no se siente como antes. Muchos de esos amigos con lo que jugábamos de pequeños ya no están. Los vecinos, las casas, incluso alguno de los árboles, todo se ve diferente ahora.
—¡Vamos vamos que voy tarde! —dijo Pedro, mientas salía de la casa corriendo.
Mi hermano sobresaltó el muro aterrizando en la acera. Me dispuse a levantarme. Pero mis brazos y mis piernas no respondían, como si estuviera siendo arrastrado por una cascada. Mi cuerpo se sentía rígido y pesado como si quisiera fundirse en ese lugar.
Y recordé ese diciembre, días antes de mudarme, esa noche de ventisca. El viento soplaba tan fuerte que parecía que quería arrebatarme la camiseta. En la cuadra se escuchan sonidos de lamento. El pastor alemán de Camila estaba aullando de la tristeza. Cuando llegué a su casa pude percibir el olor del café, las lágrimas y el dolor, el aroma de la muerte. Se supone que debía acompañarla, se supone que debía estar a su lado. Pero no lo hice, no fui capaz. Cuando la vi llorando frente al ataúd de su padre, sentí como cada una de sus lágrimas eran puñaladas a mi pecho. Me acerqué a ella para brindarle confort, para hacerle saber que estaba a su lado. Pero cuando extendí mi mano para tocar su hombro, esta se detuvo a mitad de camino. Intenté hacerle saber que allí estaba usando mi voz, pero esta se encontraba ahogada, no salió vocal alguna. Ella volteó hacia mí, y por primera vez sentí que me estaba viendo directamente, a mi alma, con sus ojos grandes y rojizo de tanto llorar. Y aunque yo también quería llorar, mis ojos no fueron capaz de evocar lágrima alguna. Y hui del lugar, crucé la calle y me senté sobre los escalones de la terraza. Y me quede la noche mirándola desde el otro lado de la calle, de lejos, como antes de conocerla solía hacer.
Mi hermano agarró mi hombro con fuerza.
—¿Te encuentras bien? —preguntó—, estás sudando.
Volví a mí, me puse de pie. Esta vez me pude parar sin dificultad. Pude volver a sentir mis manos, mis pies, y en mi piel la deliciosa brisa de abril que secaba mi sudor. Pero durante unos segundos, me encontré en un lugar oscuro y triste. Un lugar que mi mente se había esforzado por erradicar, y al volver a ese vecindario había hecho que volviera a la vida.
—Estoy bien —le dije—, es solo que de pronto me ha inundado la tristeza.