Había pasado una semana desde su charla.
Esos días habían sido los más largos de su vida. No dejaba de pensar que
si unos rebeldes locos no entraban por la puerta y los mataban, lo harían los
propios padres cortándoles las manos.
Miraba continuamente por encima de su hombro, tensa. No podía
evitarlo. 42 había empezado a preguntarle si se encontraba bien, pero Alice
era incapaz de decirle nada. Su padre le había pedido que no lo hiciera.
Tenía que obedecer. No podía traicionarlo.
Las comidas de la cafetería le parecían eternas, sus horas en la
biblioteca, sin sentido, y no dejaba de mirar a los padres y a los científicos
como si fueran sus enemigos. En su cabeza, todos ellos sabían que podían
atacarlos y no decían nada a nadie. Eran unos traidores.
Aunque, claro, eso también la convertía a ella en traidora.
Más de una vez se encontró a sí misma de pie en el vestíbulo del edificio
principal, mirando la gran escultura que había en el centro. Era una estatua
de unos cuatro metros de alto, blanca y perfecta, de un hombre con una bata
de científico. No era nadie en concreto, sino que representaba a los padres.
A Alice solía darle igual. No recordaba ni una sola vez en la que la hubiera
mirado más de un segundo. Ahora, no podía dejar de contemplarla. Y le
parecía sumamente estúpida.
También se había detenido varias veces durante esa semana junto a los
ventanales del jardín trasero. No era tan bonito como las fotografías que
había visto en algún que otro libro, con grandes y coloridas flores,
enredaderas que llegaban hasta el techo y plantas verdes y frondosas que
cuidar todos los días. No, era más bien una explanada de hierba que algunos
androides de mantenimiento cortaban de vez en cuando para dar un mejor
aspecto al edificio. No había flores, ni tampoco plantas o enredaderas. Solo
arbustos y setos que no solían llegar ni a la altura de la cadera de Alice.
Y, aun así, era lo más cercano que conocía a salir de la zona, así que a
menudo pedía permiso a su padre para dar un paseo por aquel escaso
resquicio de naturaleza. Como no podía hacerlo sola, él solía ofrecerse a ir
con ella. Caminaban uno al lado del otro, su padre con las manos detrás de
la espalda y Alice con los dedos entrelazados ante ella, cada uno mirando a
un lado y haciendo comentarios sobre el clima, la zona o cualquier otro
tema trivial.
Curiosamente, su padre hacía que incluso aquellas conversaciones
aparentemente aburridas parecieran fascinantes. Su forma de hablar siempre
era muy dramática. Le gustaba imitar con gestos las acciones que describía,
modular la voz en función de la parte de la historia que tratara y soltar
pequeñas bromas que hacían que Alice se riera y se olvidara, aunque fuera
solo durante unos instantes, de la presión que sentía dentro del edificio.
Solo en uno de aquellos paseos, y aprovechando que su padre parecía
mucho más relajado y receptivo que en el interior, Alice se atrevió a preguntar sobre un tema menos liviano que los que solían tratar. Y,
curiosamente, quien sacó el tema de conversación no fue ella.
En la zona final del jardín había un pequeño banco de madera pintado de
blanco, donde solían dar la vuelta para regresar. Allí su padre levantó la
cabeza y, a Alice, le pareció que su expresión se iluminaba como si acabara
de descubrir algo importante.
—¿Lo has visto? —preguntó, señalando el cielo.
Ella levantó la cabeza para buscar lo que había llamado la atención de su
padre, pero solo vio el mismo cielo parcialmente nublado y gris que de
costumbre. De hecho, llegó a pensar que se refería a que iba a llover pronto
—lo que era probable—, pero al parecer no se trataba del clima. Tras unos
segundos, le pareció percibir un movimiento veloz. Alice agudizó la
mirada, intrigada, y de pronto, lo vio. Dos pequeñas manchas de color en
medio del paisaje gris pasando a toda velocidad por encima de sus cabezas.
Siguió a los dos pajaritos con la mirada, fascinada, y vio que se detenían
sobre el respaldo del banco. Sin embargo, apenas tardaron unos instantes en
volver a emprender el vuelo y desaparecer en la lejanía.
—Nunca habías visto un pájaro tan de cerca, ¿verdad? —le preguntó su
padre, que parecía tan fascinado como ella por el descubrimiento—. ¿Te has
fijado en su color?
—Uno tenía tonos pardos por detrás, casi rojizos, y grisáceos por delante
—respondió ella al instante—. Y el otro tenía el pico amarillento y la
cabeza castaña.
—Exacto. Hace unas semanas me pediste un libro sobre naturaleza y te
regalé uno de ornitología, así que, ¿qué espec...?
—Passer domesticus. —Alice le sonrió—. Dos gorriones. Hembra y
macho. Y probablemente en época de apareamiento.
Su padre también había sonreído. Y, como cada vez que Alice respondía
correctamente a una de sus preguntas, había asentido una vez con la cabeza
en señal de aprobación.
—Tiendo a subestimar tus habilidades —confesó. Se pasó unos
segundos en silencio, como si estuviera analizando sus propias palabras.
Eso también lo hacía a menudo. Pero, finalmente, se volvió de nuevo hacia
Alice—. Si están en época de apareamiento, quizá dentro de un tiempo
veamos más gorriones por aquí. ¿Eso te gustaría?
—Sí, padre.
—A mí también. Después de la Gran Guerra, el paisaje parece tan
funesto, tan vacío...
Y fue entonces, justo en ese punto de la conversación, cuando Alice se
atrevió a arriesgarse y formularle una pregunta.
—¿Qué pasó en la Gran Guerra?
Pese a que su padre había parecido distraído, aquello hizo que se
volviera a centrar al instante. Le dirigió una mirada algo suspicaz.
—Eso ya te lo explicó el padre Tristan.
Sí, aquel hombre les había dado tanto a ella como a sus compañeros
alguna que otra lección acerca de cómo era la vida humana antes de la Gran
Guerra, pero sus discursos solían centrarse principalmente en lo
desgraciados que eran los humanos antes de que los científicos y los padres
se aliaran para mejorar la especie, así que al final de esas explicaciones
Alice seguía sin tener una idea muy clara de lo que era vivir como un
humano antes de que el mundo se convirtiera en lo que era entonces.
—Pero sigo sin entenderlo del todo —añadió ella—. ¿Podría volver a
explicármelo, padre?
Por un momento, pensó que se negaría. Pero entonces él suspiró y asintió
con la cabeza. Hizo un gesto hacia el banco. Alice se sentó a toda
velocidad, incapaz de ocultar su entusiasmo. Él se situó a su lado, pero con
bastante menos emoción.
—Antes de la Gran Guerra, las cosas no eran como ahora —empezó—.
En lugar de zonas y ciudades, había continentes y países. Cada uno tenía
sus propios líderes y sus propias normas, y los mandatarios solo se reunían en caso de que hubiera un conflicto que los involucrara. Cosa que,
afortunadamente, no ocurría muy a menudo.
—¿Como las Ciudades Rebeldes?
—No te adelantes a los acontecimientos, Alice. Hace quince años, dos de
esos países que he mencionado, dos muy poderosos, entraron en conflicto
por intereses comerciales. ¿Entiendes lo que es un conflicto de ese tipo?
—Sí. En el Imperio romano ocurrían continuamente. —Alice rememoró
cada detalle que fue capaz de reunir sobre el tema—. Cuando dos ciudades
exportaban el mismo producto, una de ellas bajaba el precio para que su
oferta fuera más apetecible. La otra, por consiguiente, tenía que hacer lo
mismo, y así se...
—No es tan simple, pero mantén esa idea. No es un mal símil. Esos dos
países tenían muchos conflictos como el que tú comentas, pero a un nivel
colosal. Cada vez que parecía que uno de ellos cedía, volvía a ganar terreno.
Y todo empeoró cuando empezaron los rumores sobre espías. Se decía que
ambos mandaban agentes encubiertos al otro para saber cuál era su
estrategia y poder adelantarse. La gente se volvió completamente paranoica,
empezó a ver enemigos donde no los había, y el conflicto solo empeoró.
¿Alguna vez te he hablado de la contaminación, Alice?
—Solo un poco. Es lo que hace que el aire sea difícil de respirar y las
plantas se marchiten, ¿no?
—Se podría decir que, en parte, es así. Durante aquellos años la
contaminación se volvió altísima, algunos lugares intentaron tomar medidas
extremas para detenerla en la medida de lo posible, ralentizar los efectos
que pudiera tener..., pero el conflicto entre esos dos países hizo que la
polución pareciera un problema secundario. Todo empezó a desmoronarse.
La falta de recursos solo incrementó la indignación de la gente, empezaron
las protestas y, entonces, también se empezaron a movilizar los ejércitos de
ambos países. Si te soy honesto, Alice, yo nunca lo supe de primera mano.
En las noticias no se hablaba de ello, tampoco en los periódicos ni en las revistas digitales. Es curioso que lo llamen la Gran Guerra cuando la
mayoría de los ciudadanos no llegamos a experimentarla. De hecho, todo el
mundo fingía que no estaba pasando nada. El único indicio de peligro era
que cada día había más publicidad para reclutar soldados, para animar a la
gente a participar activamente en el ejército... y la tensión fue creciendo a lo
largo de cuatro años, hasta llegar a 2034. Durante ese año lanzaron cuatro
bombas; dos en uno de los países, otra en su aliado, y una última en el otro
implicado en el conflicto.
Alice había escuchado atentamente cada palabra, pero le resultaba casi
imposible hacerse una idea de la magnitud de los hechos. Sabía lo que era
una bomba, pero no podía imaginar una tan grande como para ser capaz de
paralizar al mundo con su detonación.
—Esas bombas hicieron que fuera imposible vivir en ciertas zonas del
mundo —continuó su padre. Tenía la mirada perdida en la zona por donde
habían desaparecido los gorriones—. No porque sea imposible sobrevivir
allí, sino porque es demasiado difícil. El agua está mayoritariamente
contaminada, apenas hay vida animal y el aire tiene unos niveles de
radiación tan altos que probablemente terminarían afectando al cuerpo de
un ser humano. Incluso ahora que han pasado once años, esas zonas siguen
siendo prácticamente inhabitables, y no parece que vaya a cambiar en
mucho tiempo. Por eso dais las gracias cada día, Alice. Porque la zona en la
que vivimos es un regalo que os han dado los padres y porque tenéis que
estar agradecidos por esta oportunidad. Vosotros sois el futuro de la
humanidad, pero no debes olvidar que nosotros os lo hemos proporcionado.
Esa parte del discurso le recordó las palabras que solía usar el padre
Tristan para hablar de los científicos y los padres. Alice apartó la mirada, un
poco incómoda, y se atrevió a volver a indagar.
—Si tan buenos somos, ¿por qué nos odian los rebeldes?
Al parecer, esa pregunta no era tan sencilla como lo había creído al
formularla. Su padre la estuvo sospesando durante casi un minuto entero antes de negar con la cabeza.
—Rechazan cualquier tipo de tecnología. De hecho, varias veces nos
hemos ofrecido a darles herramientas tanto de trabajo como de
entretenimiento para facilitarles la vida y hacer las paces, pero siempre nos
han rechazado. Prefieren vivir estancados en el pasado, en sus ciudades
medio destruidas y carentes de recursos, que aceptar los avances de la
humanidad y ayudarnos. Me gustan tan poco como a ti, Alice, pero no
podemos obligarlos a que nos acepten.
—Pero quizá podríamos parlamentar con ellos. Tal vez, si un androide
les demostrara sus capacidades y lo útiles que podemos llegar a ser...
—Las cosas no son tan sencillas. Y me temo que esta conversación ya ha
llegado a su fin. Deberíamos regresar antes de que se ponga a llover, Alice.
Y, tras aquel día, su padre no había vuelto a mencionar la Gran Guerra,
ni a los gorriones, y mucho menos a los rebeldes. De hecho, parecía querer
fingir que nada de aquello había ocurrido. Alice quizá se habría atrevido a
insistir si fuera otro androide, pero con un padre era otra historia. No podía
hacerlo. Así que solo le quedaba repasar aquella conversación en busca de
cualquier posible detalle que se le hubiera escapado.
Justo como hacía en aquel momento, de pie junto a los ventanales del
jardín trasero. Y como había hecho ya varias veces aquella semana.
Sí, habían sido siete días muy largos. Hasta que llegó aquella noche.
Mientras subían la escalera hacia los dormitorios, le tocó andar a la par
que 47. No pudo evitar mirarle la mano. A no ser que te fijaras mucho en
ella, no podrías ver que no era la suya. Él pareció darse cuenta y la escondió
mejor. Los chicos llevaban manga larga, así que no fue muy difícil.
Y, tras aquello, los dos se volvieron de nuevo hacia delante, incómodos.
Cuando por fin llegaron a sus camas, Alice supo que esa noche tampoco
dormiría mucho. Como ya le había pasado todos aquellos días, miraría el
techo durante horas y horas y le daría la sensación de que podía notar el bulto del revólver en la espalda, aunque en realidad los separara el colchón
entero.
Estaba segura de que todo el mundo descubriría que lo tenía y, en
cualquier momento, los científicos entrarían en la habitación y la llevarían
con su padre para castigarlos a ambos. Incluso podía ver la malévola —y a
la vez aterradoramente beatífica— sonrisa del padre Tristan mientras
ordenaba a los guardias que les cortaran las manos a los androides.
Se tumbó de lado y se quedó mirando la cama de su compañera, 42.
Dormía profundamente, con el cabello rubio desparramado sobre la
almohada. Alice también tenía el pelo largo, concretamente hasta los
omóplatos. Y estaba diseñado para no crecer más.
Había oído que en algunas partes se cortaba el pelo de las chicas como
castigo, como una pérdida de su feminidad, aunque no lo entendía. ¿Qué
tenía que ver el pelo con eso? Seguían teniendo rasgos femeninos. Los
humanos eran un verdadero misterio.
42 suspiró y murmuró algo en sueños. Se conocían desde el día de su
creación, que había sido simultánea, pero con diferentes padres. El padre
John y el padre George. Según lo que sabía Alice, su creación había sido
dos años atrás, pero en su memoria sentía como si hubiera vivido toda una
vida.
Se preguntó hasta qué punto podía confiar en 42 y se volvió hacia el otro
lado, frunciendo el ceño. ¿Debía decirle que corría peligro? No, su padre le
había indicado que no lo hiciera.
Justo en ese momento, escuchó un pequeño ruido que provenía del
exterior. Frunció más el ceño. Apenas había sido un susurro, pero lo había
percibido. Y nunca se oía ningún ruido tras el toque de queda. ¿Había
alguien despierto a esas horas? Quizá fuera una madre vigilando los
pasillos.
Intentó ignorarlo con todas sus fuerzas, convenciéndose de que no era
real, pero justo en ese momento volvió a escucharlo, esta vez de forma más insistente. Sintió que se le erizaba el vello de todo el cuerpo y se incorporó
inconscientemente.
—¿43?
Dio un respingo ante el susurro de su compañera 42, que la miraba con
los ojos muy abiertos.
—¿Qué haces? —susurró esta asustada.
—¿Lo has oído? —preguntó Alice en voz baja.
Ella negó con la cabeza con tanta rapidez que Alice supo que mentía. En
un momento de pura curiosidad, dejó los pies colgando de la cama —el
suelo volvía a estar frío— y se levantó. Parecía que a 42 iba a darle un
infarto en cualquier momento, pero también se incorporó.
—¡No puedes levantarte de la cama tras el toque de queda! —susurró,
siguiéndola.
—Lo sé. —Alice empezó a dirigirse lentamente hacia la puerta—. Pero
he oído algo.
—¿Y qué? No te preocupes, encontrarán al que lo haya causado. No es...
Pero la interrumpieron unos claros pasos alejándose por el pasillo, y el
sonido de la puerta del pabellón del fondo abriéndose de un portazo. Las
habitaciones estaban insonorizadas, por lo que apenas había sido un
murmullo. Los demás seguían durmiendo.
—¿Q-qué ha sido eso? —preguntó 42 temblorosa.
—Alguien entrando en la otra habitación —susurró ella.
Y, sin pensarlo demasiado, abrió la puerta solo para ver a través de una
rendija y se asomó. Pasmada, vio que 42 también se inclinaba justo debajo
de ella.
El pasillo estaba en penumbra, pero sus ojos estaban adaptados a la
oscuridad, así que un pequeño escudriño fue más que suficiente para ver la
silueta de tres hombres vestidos de negro que llevaban... ¿Qué era eso?
Parecía un saco. Frunció el ceño cuando vio que tiraban el saco al suelo y
uno de los hombres levantaba algo que llevaba en los brazos para apuntar.