Ciudades de Humo

2. El revólver que se escondía bajo la cama

Había pasado una semana desde su charla. 
Esos días habían sido los más largos de su vida. No dejaba de pensar que 
si unos rebeldes locos no entraban por la puerta y los mataban, lo harían los 
propios padres cortándoles las manos. 
Miraba continuamente por encima de su hombro, tensa. No podía 
evitarlo. 42 había empezado a preguntarle si se encontraba bien, pero Alice 
era incapaz de decirle nada. Su padre le había pedido que no lo hiciera. 
Tenía que obedecer. No podía traicionarlo. 
Las comidas de la cafetería le parecían eternas, sus horas en la 
biblioteca, sin sentido, y no dejaba de mirar a los padres y a los científicos 
como si fueran sus enemigos. En su cabeza, todos ellos sabían que podían 
atacarlos y no decían nada a nadie. Eran unos traidores. 
Aunque, claro, eso también la convertía a ella en traidora.

Más de una vez se encontró a sí misma de pie en el vestíbulo del edificio 
principal, mirando la gran escultura que había en el centro. Era una estatua 
de unos cuatro metros de alto, blanca y perfecta, de un hombre con una bata 
de científico. No era nadie en concreto, sino que representaba a los padres. 
A Alice solía darle igual. No recordaba ni una sola vez en la que la hubiera 
mirado más de un segundo. Ahora, no podía dejar de contemplarla. Y le 
parecía sumamente estúpida. 
También se había detenido varias veces durante esa semana junto a los 
ventanales del jardín trasero. No era tan bonito como las fotografías que 
había visto en algún que otro libro, con grandes y coloridas flores, 
enredaderas que llegaban hasta el techo y plantas verdes y frondosas que 
cuidar todos los días. No, era más bien una explanada de hierba que algunos 
androides de mantenimiento cortaban de vez en cuando para dar un mejor 
aspecto al edificio. No había flores, ni tampoco plantas o enredaderas. Solo 
arbustos y setos que no solían llegar ni a la altura de la cadera de Alice. 
Y, aun así, era lo más cercano que conocía a salir de la zona, así que a 
menudo pedía permiso a su padre para dar un paseo por aquel escaso 
resquicio de naturaleza. Como no podía hacerlo sola, él solía ofrecerse a ir 
con ella. Caminaban uno al lado del otro, su padre con las manos detrás de 
la espalda y Alice con los dedos entrelazados ante ella, cada uno mirando a 
un lado y haciendo comentarios sobre el clima, la zona o cualquier otro 
tema trivial. 
Curiosamente, su padre hacía que incluso aquellas conversaciones 
aparentemente aburridas parecieran fascinantes. Su forma de hablar siempre 
era muy dramática. Le gustaba imitar con gestos las acciones que describía, 
modular la voz en función de la parte de la historia que tratara y soltar 
pequeñas bromas que hacían que Alice se riera y se olvidara, aunque fuera 
solo durante unos instantes, de la presión que sentía dentro del edificio. 
Solo en uno de aquellos paseos, y aprovechando que su padre parecía 
mucho más relajado y receptivo que en el interior, Alice se atrevió a preguntar sobre un tema menos liviano que los que solían tratar. Y, 
curiosamente, quien sacó el tema de conversación no fue ella. 
En la zona final del jardín había un pequeño banco de madera pintado de 
blanco, donde solían dar la vuelta para regresar. Allí su padre levantó la 
cabeza y, a Alice, le pareció que su expresión se iluminaba como si acabara 
de descubrir algo importante. 
—¿Lo has visto? —preguntó, señalando el cielo. 
Ella levantó la cabeza para buscar lo que había llamado la atención de su 
padre, pero solo vio el mismo cielo parcialmente nublado y gris que de 
costumbre. De hecho, llegó a pensar que se refería a que iba a llover pronto 
—lo que era probable—, pero al parecer no se trataba del clima. Tras unos 
segundos, le pareció percibir un movimiento veloz. Alice agudizó la 
mirada, intrigada, y de pronto, lo vio. Dos pequeñas manchas de color en 
medio del paisaje gris pasando a toda velocidad por encima de sus cabezas. 
Siguió a los dos pajaritos con la mirada, fascinada, y vio que se detenían 
sobre el respaldo del banco. Sin embargo, apenas tardaron unos instantes en 
volver a emprender el vuelo y desaparecer en la lejanía. 
—Nunca habías visto un pájaro tan de cerca, ¿verdad? —le preguntó su 
padre, que parecía tan fascinado como ella por el descubrimiento—. ¿Te has 
fijado en su color? 
—Uno tenía tonos pardos por detrás, casi rojizos, y grisáceos por delante 
—respondió ella al instante—. Y el otro tenía el pico amarillento y la 
cabeza castaña. 
—Exacto. Hace unas semanas me pediste un libro sobre naturaleza y te 
regalé uno de ornitología, así que, ¿qué espec...? 
—Passer domesticus. —Alice le sonrió—. Dos gorriones. Hembra y 
macho. Y probablemente en época de apareamiento. 
Su padre también había sonreído. Y, como cada vez que Alice respondía 
correctamente a una de sus preguntas, había asentido una vez con la cabeza 
en señal de aprobación.

—Tiendo a subestimar tus habilidades —confesó. Se pasó unos 
segundos en silencio, como si estuviera analizando sus propias palabras. 
Eso también lo hacía a menudo. Pero, finalmente, se volvió de nuevo hacia 
Alice—. Si están en época de apareamiento, quizá dentro de un tiempo 
veamos más gorriones por aquí. ¿Eso te gustaría? 
—Sí, padre. 
—A mí también. Después de la Gran Guerra, el paisaje parece tan 
funesto, tan vacío... 
Y fue entonces, justo en ese punto de la conversación, cuando Alice se 
atrevió a arriesgarse y formularle una pregunta. 
—¿Qué pasó en la Gran Guerra? 
Pese a que su padre había parecido distraído, aquello hizo que se 
volviera a centrar al instante. Le dirigió una mirada algo suspicaz. 
—Eso ya te lo explicó el padre Tristan. 
Sí, aquel hombre les había dado tanto a ella como a sus compañeros 
alguna que otra lección acerca de cómo era la vida humana antes de la Gran 
Guerra, pero sus discursos solían centrarse principalmente en lo 
desgraciados que eran los humanos antes de que los científicos y los padres 
se aliaran para mejorar la especie, así que al final de esas explicaciones 
Alice seguía sin tener una idea muy clara de lo que era vivir como un 
humano antes de que el mundo se convirtiera en lo que era entonces. 
—Pero sigo sin entenderlo del todo —añadió ella—. ¿Podría volver a 
explicármelo, padre? 
Por un momento, pensó que se negaría. Pero entonces él suspiró y asintió 
con la cabeza. Hizo un gesto hacia el banco. Alice se sentó a toda 
velocidad, incapaz de ocultar su entusiasmo. Él se situó a su lado, pero con 
bastante menos emoción. 
—Antes de la Gran Guerra, las cosas no eran como ahora —empezó—. 
En lugar de zonas y ciudades, había continentes y países. Cada uno tenía 
sus propios líderes y sus propias normas, y los mandatarios solo se reunían en caso de que hubiera un conflicto que los involucrara. Cosa que, 
afortunadamente, no ocurría muy a menudo. 
—¿Como las Ciudades Rebeldes? 
—No te adelantes a los acontecimientos, Alice. Hace quince años, dos de 
esos países que he mencionado, dos muy poderosos, entraron en conflicto 
por intereses comerciales. ¿Entiendes lo que es un conflicto de ese tipo? 
—Sí. En el Imperio romano ocurrían continuamente. —Alice rememoró 
cada detalle que fue capaz de reunir sobre el tema—. Cuando dos ciudades 
exportaban el mismo producto, una de ellas bajaba el precio para que su 
oferta fuera más apetecible. La otra, por consiguiente, tenía que hacer lo 
mismo, y así se... 
—No es tan simple, pero mantén esa idea. No es un mal símil. Esos dos 
países tenían muchos conflictos como el que tú comentas, pero a un nivel 
colosal. Cada vez que parecía que uno de ellos cedía, volvía a ganar terreno. 
Y todo empeoró cuando empezaron los rumores sobre espías. Se decía que 
ambos mandaban agentes encubiertos al otro para saber cuál era su 
estrategia y poder adelantarse. La gente se volvió completamente paranoica, 
empezó a ver enemigos donde no los había, y el conflicto solo empeoró. 
¿Alguna vez te he hablado de la contaminación, Alice? 
—Solo un poco. Es lo que hace que el aire sea difícil de respirar y las 
plantas se marchiten, ¿no? 
—Se podría decir que, en parte, es así. Durante aquellos años la 
contaminación se volvió altísima, algunos lugares intentaron tomar medidas 
extremas para detenerla en la medida de lo posible, ralentizar los efectos 
que pudiera tener..., pero el conflicto entre esos dos países hizo que la 
polución pareciera un problema secundario. Todo empezó a desmoronarse. 
La falta de recursos solo incrementó la indignación de la gente, empezaron 
las protestas y, entonces, también se empezaron a movilizar los ejércitos de 
ambos países. Si te soy honesto, Alice, yo nunca lo supe de primera mano. 
En las noticias no se hablaba de ello, tampoco en los periódicos ni en las revistas digitales. Es curioso que lo llamen la Gran Guerra cuando la 
mayoría de los ciudadanos no llegamos a experimentarla. De hecho, todo el 
mundo fingía que no estaba pasando nada. El único indicio de peligro era 
que cada día había más publicidad para reclutar soldados, para animar a la 
gente a participar activamente en el ejército... y la tensión fue creciendo a lo 
largo de cuatro años, hasta llegar a 2034. Durante ese año lanzaron cuatro 
bombas; dos en uno de los países, otra en su aliado, y una última en el otro 
implicado en el conflicto. 
Alice había escuchado atentamente cada palabra, pero le resultaba casi 
imposible hacerse una idea de la magnitud de los hechos. Sabía lo que era 
una bomba, pero no podía imaginar una tan grande como para ser capaz de 
paralizar al mundo con su detonación. 
—Esas bombas hicieron que fuera imposible vivir en ciertas zonas del 
mundo —continuó su padre. Tenía la mirada perdida en la zona por donde 
habían desaparecido los gorriones—. No porque sea imposible sobrevivir 
allí, sino porque es demasiado difícil. El agua está mayoritariamente 
contaminada, apenas hay vida animal y el aire tiene unos niveles de 
radiación tan altos que probablemente terminarían afectando al cuerpo de 
un ser humano. Incluso ahora que han pasado once años, esas zonas siguen 
siendo prácticamente inhabitables, y no parece que vaya a cambiar en 
mucho tiempo. Por eso dais las gracias cada día, Alice. Porque la zona en la 
que vivimos es un regalo que os han dado los padres y porque tenéis que 
estar agradecidos por esta oportunidad. Vosotros sois el futuro de la 
humanidad, pero no debes olvidar que nosotros os lo hemos proporcionado. 
Esa parte del discurso le recordó las palabras que solía usar el padre 
Tristan para hablar de los científicos y los padres. Alice apartó la mirada, un 
poco incómoda, y se atrevió a volver a indagar. 
—Si tan buenos somos, ¿por qué nos odian los rebeldes? 
Al parecer, esa pregunta no era tan sencilla como lo había creído al 
formularla. Su padre la estuvo sospesando durante casi un minuto entero antes de negar con la cabeza. 
—Rechazan cualquier tipo de tecnología. De hecho, varias veces nos 
hemos ofrecido a darles herramientas tanto de trabajo como de 
entretenimiento para facilitarles la vida y hacer las paces, pero siempre nos 
han rechazado. Prefieren vivir estancados en el pasado, en sus ciudades 
medio destruidas y carentes de recursos, que aceptar los avances de la 
humanidad y ayudarnos. Me gustan tan poco como a ti, Alice, pero no 
podemos obligarlos a que nos acepten. 
—Pero quizá podríamos parlamentar con ellos. Tal vez, si un androide 
les demostrara sus capacidades y lo útiles que podemos llegar a ser... 
—Las cosas no son tan sencillas. Y me temo que esta conversación ya ha 
llegado a su fin. Deberíamos regresar antes de que se ponga a llover, Alice. 
Y, tras aquel día, su padre no había vuelto a mencionar la Gran Guerra, 
ni a los gorriones, y mucho menos a los rebeldes. De hecho, parecía querer 
fingir que nada de aquello había ocurrido. Alice quizá se habría atrevido a 
insistir si fuera otro androide, pero con un padre era otra historia. No podía 
hacerlo. Así que solo le quedaba repasar aquella conversación en busca de 
cualquier posible detalle que se le hubiera escapado. 
Justo como hacía en aquel momento, de pie junto a los ventanales del 
jardín trasero. Y como había hecho ya varias veces aquella semana. 
Sí, habían sido siete días muy largos. Hasta que llegó aquella noche. 
Mientras subían la escalera hacia los dormitorios, le tocó andar a la par 
que 47. No pudo evitar mirarle la mano. A no ser que te fijaras mucho en 
ella, no podrías ver que no era la suya. Él pareció darse cuenta y la escondió 
mejor. Los chicos llevaban manga larga, así que no fue muy difícil. 
Y, tras aquello, los dos se volvieron de nuevo hacia delante, incómodos. 
Cuando por fin llegaron a sus camas, Alice supo que esa noche tampoco 
dormiría mucho. Como ya le había pasado todos aquellos días, miraría el 
techo durante horas y horas y le daría la sensación de que podía notar el bulto del revólver en la espalda, aunque en realidad los separara el colchón 
entero. 
Estaba segura de que todo el mundo descubriría que lo tenía y, en 
cualquier momento, los científicos entrarían en la habitación y la llevarían 
con su padre para castigarlos a ambos. Incluso podía ver la malévola —y a 
la vez aterradoramente beatífica— sonrisa del padre Tristan mientras 
ordenaba a los guardias que les cortaran las manos a los androides. 
Se tumbó de lado y se quedó mirando la cama de su compañera, 42. 
Dormía profundamente, con el cabello rubio desparramado sobre la 
almohada. Alice también tenía el pelo largo, concretamente hasta los 
omóplatos. Y estaba diseñado para no crecer más. 
Había oído que en algunas partes se cortaba el pelo de las chicas como 
castigo, como una pérdida de su feminidad, aunque no lo entendía. ¿Qué 
tenía que ver el pelo con eso? Seguían teniendo rasgos femeninos. Los 
humanos eran un verdadero misterio. 
42 suspiró y murmuró algo en sueños. Se conocían desde el día de su 
creación, que había sido simultánea, pero con diferentes padres. El padre 
John y el padre George. Según lo que sabía Alice, su creación había sido 
dos años atrás, pero en su memoria sentía como si hubiera vivido toda una 
vida. 
Se preguntó hasta qué punto podía confiar en 42 y se volvió hacia el otro 
lado, frunciendo el ceño. ¿Debía decirle que corría peligro? No, su padre le 
había indicado que no lo hiciera. 
Justo en ese momento, escuchó un pequeño ruido que provenía del 
exterior. Frunció más el ceño. Apenas había sido un susurro, pero lo había 
percibido. Y nunca se oía ningún ruido tras el toque de queda. ¿Había 
alguien despierto a esas horas? Quizá fuera una madre vigilando los 
pasillos. 
Intentó ignorarlo con todas sus fuerzas, convenciéndose de que no era 
real, pero justo en ese momento volvió a escucharlo, esta vez de forma más insistente. Sintió que se le erizaba el vello de todo el cuerpo y se incorporó 
inconscientemente. 
—¿43? 
Dio un respingo ante el susurro de su compañera 42, que la miraba con 
los ojos muy abiertos. 
—¿Qué haces? —susurró esta asustada. 
—¿Lo has oído? —preguntó Alice en voz baja. 
Ella negó con la cabeza con tanta rapidez que Alice supo que mentía. En 
un momento de pura curiosidad, dejó los pies colgando de la cama —el 
suelo volvía a estar frío— y se levantó. Parecía que a 42 iba a darle un 
infarto en cualquier momento, pero también se incorporó. 
—¡No puedes levantarte de la cama tras el toque de queda! —susurró, 
siguiéndola. 
—Lo sé. —Alice empezó a dirigirse lentamente hacia la puerta—. Pero 
he oído algo. 
—¿Y qué? No te preocupes, encontrarán al que lo haya causado. No es... 
Pero la interrumpieron unos claros pasos alejándose por el pasillo, y el 
sonido de la puerta del pabellón del fondo abriéndose de un portazo. Las 
habitaciones estaban insonorizadas, por lo que apenas había sido un 
murmullo. Los demás seguían durmiendo. 
—¿Q-qué ha sido eso? —preguntó 42 temblorosa. 
—Alguien entrando en la otra habitación —susurró ella. 
Y, sin pensarlo demasiado, abrió la puerta solo para ver a través de una 
rendija y se asomó. Pasmada, vio que 42 también se inclinaba justo debajo 
de ella. 
El pasillo estaba en penumbra, pero sus ojos estaban adaptados a la 
oscuridad, así que un pequeño escudriño fue más que suficiente para ver la 
silueta de tres hombres vestidos de negro que llevaban... ¿Qué era eso? 
Parecía un saco. Frunció el ceño cuando vio que tiraban el saco al suelo y 
uno de los hombres levantaba algo que llevaba en los brazos para apuntar.



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En el texto hay: futuro, amor, amistad

Editado: 09.01.2024

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