Ciudades de Humo

3. El camino de la libertad

La carretera que las alejaba de su zona no cambió en absoluto por mucho 
que avanzaron. Era un sendero asfaltado rodeado de bosque. Los árboles 
enmarcaban el camino a la perfección y salpicaban con sombras extrañas la 
vía que tenían delante, especialmente cuando empezó a amanecer 
lentamente. Era extraño. Era todo muy grande. Muy vacío. Muy imperfecto. 
Desde que habían salido de su hogar hacía dos horas, ninguna de las dos 
había dicho absolutamente nada. Alice tenía en la cabeza la imagen de su 
padre sacudiéndose justo antes de desplomarse en el suelo y esa maldita 
escena no dejaba de repetirse. Apretó las manos en el volante, pero no lloró. 
Nunca había llorado y, además, en ese momento de lo que tenía ganas era 
de matar al padre Tristan. 
Era extraño, jamás había sentido algo así. Algo tan violento. Estaba 
prohibido en su zona. No podía permitirse siquiera considerarlo. Sin embargo, en ese momento, desearle la muerte a alguien no le pareció 
extraño. Mas bien, le parecía algo increíblemente real. Quería que sufriera 
una muerte lenta. Y dolorosa. 
42 estaba apoyada con la cabeza en el respaldo de su asiento, 
lloriqueando sin hacer apenas ruido. A Alice le produjo una oleada de 
irritación y no supo por qué. En realidad, casi todo lo que había ocurrido la 
irritaba. ¿Por qué había pasado todo lo que había pasado? ¿Por qué a ellos? 
Y ¿por qué lo sabía su padre? ¿Y el padre Tristan? Eran demasiadas 
preguntas y le dolía la cabeza de tan solo imaginar sus posibles respuestas. 
En realidad, no quería seguir por aquella carretera. No quería hacer nada. 
Desde el momento en que el cuerpo de su padre había tocado tierra lo único 
que había deseado era tumbarse en el suelo y echarse a llorar. 
Pero no tenía fuerzas ni para eso. Se sentía vacía. Nunca se había sentido 
tan vacía. 
—¿Estás cansada? —preguntó 42 al cabo de un rato. 
Alice negó con la cabeza, aunque sí lo estaba. 
—Podemos parar un poco. 
—Si nos detenemos ahora —replicó Alice con voz monótona—, nos 
encontrarán. 
—O no, no sabes si nos están buscando, con todo ese montón de 
cadáveres no creo que se den cuenta de nuestra desaparición. 
—¿Es que no has oído al de la habitación? Saben que faltan dos. 
—Entonces... quizá deberíamos escondernos. 
Alice siguió, poco convencida. No había amanecido del todo. Ignoraba 
qué hora sería, pero quizá alrededor de las cinco o las seis de la mañana. 
Podían descansar un poco, hasta que saliera el sol, y averiguar cuál era el 
este. Su padre le había dicho que se dirigiera hacia allá. 
42 pareció aliviada cuando Alice giró el volante y se metió lentamente 
en la zona boscosa. Recorrió un trecho, hasta que el coche quedó oculto.

Sin decir una palabra, apagó el motor y ambas echaron los asientos hacia 
atrás para tumbarse. 
Durante casi una hora, estuvieron inmersas en un profundo silencio, sin 
que ninguna pudiera dormir. Alice no era capaz de cerrar los ojos, tenía la 
sensación de que si lo hacía reviviría todo y no podía soportarlo. 42, por 
otro lado, seguía con ganas de llorar. Quizá por eso fue la primera que se 
animó a decir algo. 
—¿Puedo preguntarte una cosa? 
Alice asintió en la oscuridad. 
—¿Tú tienes...? —se cortó y volvió a empezar—. Quiero decir..., no es 
que me haya pasado, pero..., ejem, ¿alguna vez has tenido el mismo sueño 
varias noches? 
Alice frunció el ceño y la miró, aunque incluso con su vista mejorada lo 
único que alcanzaba a ver era su silueta. 
¿A qué venía eso ahora, en aquellas circunstancias? 
—¿A qué te refieres? 
—Yo tengo uno —siguió ella—. Sueño que estoy jugando en una 
especie de rueda que gira y gira y yo voy sentada en ella. Entonces, intento 
bajarme y me caigo, justo antes de que una mujer venga a buscarme. 
Alice siguió en silencio. No estaba segura de si sería buena idea confiar 
en 42. 
—El padre Tristan siempre se interesaba por ese sueño —añadió la chica 
—. En realidad, quería saber si alguna vez había continuado. ¿A ti nunca te 
preguntó? 
Alice se removió un poco en el asiento. ¿Realmente importaba si se lo 
revelaba o no? Su padre estaba muerto. Todos estaban muertos. Ya no había 
secretos que guardar. 
—En realidad, sí —confesó finalmente—. Pero nunca le conté 
demasiado. 
—¿Y de qué trata tu sueño?

—Yo solo veo mucha luz. Creo que estoy en una sala blanca, y una 
mujer se asoma y me mira y sonríe. No sé cómo explicarlo, pero me 
transmite paz. Es como si, no sé, como si quisiera cuidarme y yo lo supiera. 
Ese era el sueño que tenía cada noche. No lo entendía. No sabía ni quién 
era esa persona, ni por qué soñaba con ella. 
—¿La conoces? —preguntó 42. 
—No. 
—Yo tampoco a la que aparece en el mío. ¿Por qué crees que soñamos 
eso? 
—No lo sé. Pero ahora mismo no me importa. 
Y, sin decir nada más, ambas se volvieron a quedar en silencio. Alice se 
atrevió por fin a cerrar los ojos y, por suerte, se quedó dormida enseguida. 

* * * 

Miraba a su alrededor con curiosidad. Todo era blanco. Sus ojos parpadearon por la repentina intensidad y se cerraron un breve momento. 
Cuando volvió a abrirlos, ya no dolía. No había nada malo. De hecho, se sintió a salvo. Algo le rozó la mano y sus dedos lo aferraron con tanta fuerza como pudo. Escuchó un ruido suave y dirigió la mirada hacia aquello. 
Había una mujer a su lado, y descubrió que lo que estaba agarrando era su dedo. Apretó con más fuerza y ella sonrió. Sintió que sus labios se movían y profirió un suave murmullo que no logró entender pero que hizo que se calmara al instante. 

* * * 



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En el texto hay: futuro, amor, amistad

Editado: 09.01.2024

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