Unas manos de largos y finos dedos, con las uñas pintadas de rojo, se acercaron a ella y la tomaron en brazos. Se escuchó a sí misma riendo con un sonido que pareció más un hipido que una carcajada. Agitó los brazos y vio la cara conocida de la mujer.
—Ummm —balbuceó, y la mujer sonrió.
—¿Tienes hambre? —preguntó ella con voz suave—. Vamos a darte un biberón.
—Ummmmmmmmm —dijo, haciéndola sonreír de nuevo. Le gustaba hacerla sonreír.
—Sí, ummm. —La mujer la sostuvo contra ella con un brazo y le acercó un biberón con el otro.
* * *
Al despertar, Alice se levantó bruscamente y, en el instante en que un
latigazo de dolor le recorrió el cuerpo, se arrepintió y volvió a tumbarse.
Todos y cada uno de sus músculos estaban entumecidos.
Miró a su alrededor y sintió una punzada aguda en la frente. Lo primero
que vio fueron cortinas de flores a su alrededor, que le impedían descubrir
dónde se encontraba. En el techo blanco —algo sucio, por cierto— había un
pequeño ventanuco que le indicó que era de día. Solo la visión de un poco
de sol le dio dolor de cabeza.
Estaba en una camilla, donde una fina sábana apenas la cubría. Llevaba
una bata azul corta y la rodilla completamente vendada. Sus manos tenían
pequeñas heridas, causadas, probablemente, por los cristales rotos y, en
cuanto se tocó la frente, notó una pequeña pero profunda herida en la ceja.
Hizo una mueca de dolor.
Clavó los codos en la camilla y se incorporó muy poco a poco. Tras eso,
intentó ponerse de pie, pero su pierna derecha no se movía por mucho que
lo intentara. Movió los dedos de los pies y, aunque los tenía medio
dormidos, los sintió. Fue un alivio.
Decidió que lo mejor era descubrir dónde estaba, así que apartó la
cortina apenas una rendija para espiar el lugar. En aquella estancia había
más camillas, pero la suya era la única ocupada.
Apartó un poco más la cortina. Un palmo. Vio máquinas viejas y
extrañas, varias ventanas y unas cuantas vitrinas llenas de frascos de varios
tamaños y colores.
Se armó de valor y abrió la cortina casi por completo. No esperaba
encontrar compañía.
Había dos personas más allí. Una era una mujer bajita, de piel bronceada
por el sol y pelo rubio atado en un moño. Su cara era redonda, algo
regordeta, y tenía los ojos grandes y marrones. Su rostro inspiraba confianza. Y en ese momento, mientras hablaba con alguien en un tono
suave, todavía más.
Ese alguien, que daba la espalda a Alice, parecía un chico no mucho
mayor que ella, pero era difícil asegurarlo si no se daba la vuelta. Iba
vestido con una camiseta negra que tenía un agujero cerca de la cadera,
unos pantalones de camuflaje y unas botas. Estaba cruzado de brazos, con
los hombros tensos. Era obvio que estaba enfadado por algún motivo.
—No podemos asegurarlo —murmuró la mujer—. No sabemos nada de
esa zona.
—Díselo a Deane. Seguro que está entusiasmada con la situación.
—Deane es... —La mujer suspiró—. Ya sabes cómo es.
—Y tú también. Por eso me sorprende que quieras seguir adelante con
esto.
—Y ¿qué harías tú, Rhett? ¿La echarías? ¿En serio?
El tal Rhett se tensó todavía más y apartó la mirada.
—No lo sé. Algo mejor que esto.
—Bueno, es tan fácil como votar en contra. Pero no esperes que yo haga
lo mismo.
Hubo un momento de silencio incómodo entre ambos. El chico apartó la
mirada. De hecho, en aquel momento se dio la vuelta hacia Alice como si
hubiera notado que los observaba.
Durante un milisegundo, Alice pensó que podría fingir que no había
estado escuchando. Pero solo durante ese milisegundo, porque entonces se
dio cuenta de que era muy tarde. El chico había clavado la mirada sobre
ella. Y no, no parecía demasiado contento.
Además, aunque hubiera intentado disimular, habría sido inútil. Se
habría quedado pasmada al verlo de todas formas. El chico tenía una
cicatriz que le recorría parte de la cara, desde la ceja hasta la mejilla,
cruzándole el ojo.
Nunca había visto algo así. En su zona, todos eran tan perfectos... No
pudo evitar sentirse fascinada. ¿Qué se sentiría al tocar una cicatriz? ¿Sería
muy raro que se lo pidiera?
Pero entonces, él lo estropeó todo al poner mala cara y soltar:
—¿Se puede saber qué miras tanto?
Alice dio un respingo y se apresuró a desviar la vista. Vale, no parecía
muy dispuesto a dejar que le tocara nada. Mejor no arriesgarse.
Mientras tanto, la mujer se había apresurado a acercarse a ella. Se detuvo
a su lado y la revisó concienzudamente con la mirada antes de sonreírle.
—Vaya, buenos días. Me alegra verte despierta y con tan buena cara.
Llevaba una bata blanca como las que usaban los científicos de su zona.
Fue la primera persona —aparte del adolescente al que había visto antes de
desmayarse— que le infundió confianza.
—Vuelve a tumbarte o esa pierna empeorará. —Su sonrisa se volvió un
poco más dulce cuando la empujó suavemente para volver a tumbarla—.
¿Cómo te encuentras?
Alice la miró un momento, abrió la boca y, cuando intentó hablar, solo le
salió un sonido ronco y lastimoso. Empezó a toser y sus costillas temblaron
de dolor. La mujer actuó a toda velocidad. En apenas un instante estaba a su
lado con un vaso de agua, que le ayudó a tomar. Alice sintió el alivio al
instante. Incluso cerró los ojos, más sosegada.
Al abrirlos, vio que ambos seguían mirándola. El chico se había cruzado
de brazos otra vez y la observaba con cierta desconfianza. La mujer le
sonreía con amabilidad.
—Sienta bien, ¿verdad? Llevas aquí unos días. Has causado un buen
revuelo, señorita —añadió, riendo—. No había venido nadie nuevo desde
hacía mucho tiempo.
—Sí—murmuró el joven, poniendo los ojos en blanco—, la temporada
turística suele empezar en mayo.
La mujer lo ignoró completamente y prosiguió: