Código Murphy

2. Carpe Diem...o algo así.

Los años de experiencia me han permitido llegar a la conclusión de que cuanta más importancia le doy a un asunto, es mucho más probable que las fuerzas supremas me den una bofetada y todo resulte completamente opuesto a lo planeado. Mi boda fallida es un perfecto ejemplo, también las miles de fantasías nocturnas de convertirme en una actriz sexy y extremadamente famosa. Por ende, mientras subo por el ascensor del edificio, educando mis oídos adictos a la música pop con el Jazz ochentero proveniente de las bocinas, he decidido dejar de pensar en el objetivo de superar a mi ex y, en su lugar, prefiero decantarme por aquella noción espectacular que me invita a simple y llanamente dejarme llevar. Cosa que no suena para nada mal, dadas las circunstancias. 

Querido amigo, te voy a hacer una pregunta, y espero que la contestes de la manera más seria posible. 

¿Qué harías si sólo te quedaran tres meses de vida?.

Te digo yo que no tengo idea y soy la condenada. 

Debería hacer una lista de cosas por hacer antes de morir, lástima que no sirvo para seguir esos listados, además, creo que al final son demasiado cuadriculados y contradictorios. Es decir, sí quiero vivir al máximo mis últimos días ¿Con qué sentido me limitaría de esa manera? Es ridículo. 

Quizá me gaste todo el dinero de mi cuenta de ahorros en cosas innecesarias, pero no puedo permitirme olvidar que son tres meses y de igual forma debo comer esos noventa y un días. Aunque, con toda la pena del mundo admito que eso ya lo hago, incluso desde antes de recibir tremenda noticia mis bolsillos ya parecían acantilados o agujeros negros. Un triángulo de las bermudas reacio a esperar las ofertas.

Por otro lado, viajar a un paraíso tropical suena muy llamativo.

Enamorarme otra vez...

¡No! No más amor, he dicho. 

Y así es como volvemos a nuestra conclusión: dejarse llevar. 

¡Carpe diem, gente!.

No obstante, el mundo no parece estar dispuesto a cooperar en la causa, pues con lo primero que me topo en cuanto llego al piso donde vivo y las puertas se abren dramáticamente, es nada más y nada menos que la para nada decorosa escena de una pareja joven con los nervios alborotados. 

¡Pobres! Seguramente creen que estarán juntos para siempre.

Son de esos que suelen perderse en su propio universo cuando se juntan, dos cosmos que colisionan y forman un solo orbe lleno de explosiones que no dejan a otros cuerpos extraños acercarse, son sólo ellos dos. Lo sé porque no parece importarles en absoluto mi presencia.

Están tan embelesados en su asunto, luchando contra la poderosa física para mantenerse unidos entre besos sonoros, que se tropiezan con el aire cuando intentan subir al ascensor abrazados como chimpancés.

Trato de ignorarlos y caminar muy cerca a las paredes para salir del estrecho cubículo, evitando a toda costa el innecesario contacto físico. Pero fallo. Como era de esperarse, ambos cuerpos me aplastan contra la madera cual avalancha desastrosa, para colmo no se separan y solo recibo un  «lo siento» mal vocalizado. 

La situación no puede ser más incómoda.

El chico no tiene ni idea de dónde ubicar las manos, está tan ansioso por recorrer cada parte de la figura femenina que las quita y las vuelve a pasar con torpeza por el cuerpo de la chica una y otra vez. Mientras tanto, ella se cuelga del cuello del pobre, desesperado por saber qué se siente tocar las montañas y curvas inalcanzables hasta cierto punto, e intenta avivar el momento besándolo tan salvajemente como lo haría... No sé quién.

Al final, luego de recurrir a toda la agilidad que no tengo y detener las puertas de metal a punto de cerrarse nuevamente, logro salir sana y salva de la jungla. Acto seguido, les deseo suerte en su proceso de apareamiento a los dos animales irracionales, a pesar de que sé que no soy lo suficientemente importante para ellos como para ser escuchada, y me dedico a continuar con mi vida como si no hubiese pasado nada. 

Pero sí pasó.

No puedo evitar el remolino de recuerdos, los momentos más locos de cuando Bruno y yo iniciamos nuestra relación siendo unos adolescentes aparecen en mi mente como aquella escena de película en la que el protagonista evoca sus épocas felices al borde de la muerte. Solíamos ser peores que esos dos chicos y nos encantaba, adorabamos ser ese tornado arrasador que destruía todo aquello que se interponía en su camino. Al menos ese era mi caso.

El corazón me da un vuelco, siento esa punzada que me devuelve a la realidad y me recuerda que ya todo acabó. No más Bruno y Murphy. Pensándolo bien, nunca fueron solo Bruno y Murphy. 

Aprovecho el camino hacia la puerta del departamento para darle unas buenas reprimendas a esa parte de mí que quiere echarse a llorar en la cama mientras escucha las baladas desgarradoras de Ed Sheeran, lamentando entre un océano de lágrimas ese amor que alguna vez disfrutó y ahora perdió.

«Eres mejor que esto, Murph.»

«No vas a pasar tus últimos tres meses llorando por un hombre. Inaceptable.»

Busco las llaves en mi bolso, al tiempo que sigo cuestionando esos deseos insoportables de ver películas románticas para llorar toda la noche. Sí, soy una masoquista. 

«¡Dios! Qué pena me doy»

Estoy hablando conmigo misma en voz alta, así que espero que a ninguno de mis vecinos se le de por salir sin avisar y se encuentre con este lado ridículo de mi ser. Para ellos soy la linda Murphy, la alegre Murphy o la inocente Murphy. No me interesa cambiar sus impresiones ahora.

Llevo la llave al pequeño candado de hierro sin prestarle mucha atención a mis movimientos, dispuesta a entrar a mi lugar seguro para largarme a quejarme de la injusta vida sin que nadie me moleste.

Pero algo anda mal.

La puerta está abierta y escucho voces adentro. También percibo el sonido de los platos chocando entre sí, como si los estuvieran revolviendo. Los cajones abriéndose y cerrándose, las luces parpadeando, el televisor encendido, gritos y gruñidos de frustración. Quien quiera que sea anda con prisa, claramente no quiere ser descubierto con las manos en la masa.




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