Alysa sujetaba con fuerza la hoja que acababa de entregarle la profesora Catherin mientras leía el número de la sala de entrenamiento que le había tocado, número siete.
—Ahora diríjanse a su sala de entrenamiento —les ordenó Catherin —. Su supervisor las espera.
—Creía que usted sería nuestra supervisora —le contestó Lilah mientras se fijaba en que a Nora le había tocado la misma sala que a ella.
—Yo soy la responsable de ustedes pero, por supuesto, no voy a entrenarlas. Aquí van a recibir un adiestramiento adecuado.
—¿Y qué significa adecuado? —le insistió Lilah.
—¡Basta de preguntas! Váyanse ahora mismo a su sala de entrenamiento si no quieren tener una falta —ordenó Catherin levantando la mano para que Lilah no volviese a hablar —. Una falta es algo muy grave —le recordó mientras la terrenis de cabello rizado suspiraba y seguía al resto de las chicas en silencio.
—¿A ti qué sala te ha tocado? —le preguntó Nora disimuladamente a Alysa mientras andaban por el pasillo.
—La siete.
—La mía es esta, la cinco —le dijo con una sonrisa nerviosa.
—Nos vemos después —se despidió Alysa sujetándole la mano para que Nora dejara de arrugar la hoja de entrenamiento.
—Hasta después —se despidió mientras veía cómo su mejor amiga seguía andando hasta llegar a la puerta número siete.
—¿Se puede saber qué hacen aquí afuera aún? —las reprendió la profesora Catherin—. ¡Todas adentro! —gritó, y como si esas terrenis fueran unas autómatas de hojalata abrieron a la vez sus respectivas puertas y entraron a las salas de entrenamiento.
…
Alysa cerró la puerta de un golpe mientras sus ojos críticos analizaban la habitación. Entonces se sorprendió un poco cuando se encontró una pequeña sala metalizada silenciosa.
—¡Ya era hora! —la sorprendió una voz masculina que había estado sentada en una de las esquinas de la habitación.
—¿Reik? —lo llamó casi en un grito porque no lo había escuchado. Reik al igual que Alysa se había puesto el uniforme deportivo de su colegio pero en lugar de usar el apagado blanco y azul el suyo era de un llamativo negro y dorado.
—¿No te lo dije? Vamos a entrenar juntos.
—Tú no puedes entrenarme —le contestó ella.
—¿Por qué? Ni siquiera sabes lo peligroso que puedo llegar a ser.
—Esto no me gusta —le dijo sin tomarse en serio su amenaza—. Creo que a este paso no seremos capaces… —pero Alysa no tuvo tiempo de terminar de exponer sus pensamientos en voz alta porque los brazos fríos de Reik la cogieron por la cintura.
—Alysa —le dijo en un susurro—. Deberías callarte —le advirtió. Reik le habló tan pegado a sus labios que a punto estuvo de tocárselos—. Aquí se enteran de todo.
—Pero entonces… —le contestó— ¿Cómo lo haremos?
—Yo te avisaré cuando sea seguro. Confía en mí.
Alysa se quedó contemplando los ojos oscuros de Reik mientras deseaba confesarle que no confiaba en él. En realidad, no lo conocía de nada y lo poco que había visto de él era tan contradictorio y confuso que aún no sabía exactamente en qué bando se encontraba. ¿Realmente quiere ayudarme?
—¡Buenos días! —los sorprendió una tercera voz masculina y enérgica desde la puerta. Ambos pegaron un salto para separarse—. Veo que ya han empezado con el entrenamiento.
Alysa se fijó en el hombre que ya se había sentado en el suelo tranquilamente y un sentimiento de respeto y miedo se apoderó de ella. En ningún momento había escuchado a ese hombre de mediana edad, cabello castaño y ojos como la miel entrar. ¿Cuánto de su conversación habría escuchado?
—Me llamo Jairo y soy vuestro entrenador —se presentó, entonces se levantó y sus ojos pasaron del color apacible de la miel al rojo sangre—. Un rubí es siempre muy temperamental —le dijo Jairo a Reik mientras lo analizaba con sus ojos rojos—. Creo que tú y yo podremos entendernos. Reik se quedó mirándolo con sus oscuros ojos sin moverse. Entonces Jairo se acercó a Alysa y la examinó como si fuera un objeto decorativo—. En cambio tú serás un auténtico enigma, señorita. Un diamante tan fuerte y joven por aquí es casi como un milagro —le dijo. Jairo era un hombre alto y fuerte, también parecía estar muy bien preparado. A esa poca distancia Alysa percibió unas pequeñas arrugas en su rostro, una piel muy bronceada y una gran cicatriz en el cuello. Un corte que le había desgarrado parte de su garganta y que se perdía a través de la camiseta hasta… ¿hasta dónde llegaría?—. ¿Te asusta? —le preguntó mostrándole la profunda cicatriz, ella rápidamente apartó la vista y lo miró a sus profundos ojos rojos.