Santiago manejó animado un largo trecho que reconocí una vez que salimos de la ciudad pero no dije nada al respecto. El sol ya no nos acompañaba en la ruta pero no importaba, no tener un paisaje que observar era un detalle que pasaba desapercibido para nosotros, la charla sin sentido consumía nuestra atención. Casi siempre era de esa manera, hablábamos de cualquier cosa perdiendo la noción del tiempo, nos divertía ser opinadores de cosas irrelevantes. A veces Santiago quedaba abstraído sin darse cuenta, con cara de estar pensando algo importante, hasta que yo le hablaba o él solo volvía a la realidad, pero no ese día, no dejó que ninguna otra cosa ocupara su mente más que la charla. Cuando ingresamos al minúsculo pueblo hice mención del hecho que estaba ocurriendo.
—Me alegra saber que te gustó el lugar.
—Es una buena alternativa a la playa.
Todo seguía igual, ninguna piedra cambiaba de lugar, hasta los carteles precarios seguían ahí, pero esos mismos detalles lo volvían familiar. No había autos en el estacionamiento, el clima más fresco y la noche que caía más temprano espantaba a los visitantes diurnos antes de que cayera el sol, si es que existían las visitas de día. Había un viento fuerte que golpeaba a los árboles, árboles que me ganaban en edad con facilidad, haciendo un sonido escandaloso pero que se me hacía tan relajante como el de la lluvia. Muchas hojas rodaban por el suelo y muchas caían sin cesar en consecuencia. Me daban ganas de quedarme ahí, observando y escuchando, como el citadino desacostumbrado a la naturaleza que era, impresionado por un puñado de hojas que volaban. Santiago me sorprendió abrazándome por la espalda.
—¿Tienes frío?
Aunque no llevábamos la ropa indicada, se resistía.
—No, ¿tú?
—Tampoco.
Caminamos hacia la vereda apenas iluminada por las lámparas que no dejaban de moverse y daban la sensación de estar a punto de caerse en cada vaivén. Con ese clima parecía más un pueblo fantasma que un balneario, totalmente desolado, no cruzamos a ninguna persona hasta llegar al restaurante donde se ocultaban algunos que miraban un partido de fútbol. No utilizamos menú y decidimos pedir el plato del día, una comida prometedora de guiso con cerdo para enfrentar la temperatura fresca. Si bien apreciaba la comida de mi madre, ella era una persona más volcada al uso del horno que a las comidas sencillas, al menos cuando estábamos de visita. Mientras esperábamos la comida, nos quedamos un poco absortos con la oscuridad más allá de las lámparas que se movían, era inevitable querer mirar esa nada llena de ruidos provocados por el viento y el agua.
—Es una lástima que mañana tengamos que trabajar —comentó Santiago— sino podíamos ir más lejos.
—¿Qué tan lejos?
—La playa —respondió con una sonrisa.
—Habríamos llegado de madrugada —dije riendo ante la idea.
De seguro a él no le hubiera importado llegar de madrugada, sin tener donde descansar, incluso pude imaginarnos durmiendo en el auto antes de volver.
—Ideal para pasear bajo las estrellas —defendió su idea, porque ese habría sido el plan original.
La comida llegó rápido y entre bocados me quedé mirando la nada por la ventana, pensando en la playa. Nunca se me había ocurrido vivir fuera de la ciudad, parecía una locura estando solo ir a un lugar donde estaría más solo pero siendo dos el panorama cambiaba. El ritmo de vida sería diferente, tranquilo, desacelerado, lleno de aire limpio y fresco, con más espacios abiertos. No habría edificios tapándolo todo, ni tránsito enloquecido o esperas con gente amontonada en cualquier local, así como no habría necesidad de cuidarse a causa de la inseguridad. Salir de la casa para pasear era algo que requería planeamiento pero en una zona costera parecía más sencillo, la playa siempre estaría a disposición. Un cambio como ese no era posible con Iris siendo pequeña, pero podía verlo para un futuro más distante. Y cuanto más lo pensaba más se sentía como una posibilidad real, casi palpable; vivir en una casa, con la brisa constante, el silencio de la tarde, la playa solitaria en invierno y nosotros compartiendo cada día una vida sin tristezas o preocupaciones. Volví a mirar a Santiago que comía distraído, con él ese futuro sería alcanzable y perfecto.
—¿Qué tanto te gusta la playa?
Pensó un momento.
—Mucho. Aunque los lagos también me gustan, pero me gusta más el ruido de las olas.
—Entonces, algún día, podríamos mudarnos a un lugar así. —Se sorprendió al escucharme—. Sería cuestión de planificarlo.
Sonrió ante la propuesta, la cual no se tomaba en serio al sonar como una simple fantasía.
—¿Estás seguro que podrías vivir lejos de un Starbucks? —bromeó.
—Sí pero vamos a comer mucho pescado y mariscos —advertí.
Puso cara de falso desagrado, no eran sus comidas favoritas.
—¿A ti te gustaría vivir allí? —preguntó con curiosidad.
—Viví toda mi vida en la ciudad así que se me hace interesante. Y el café se puede comprar por internet.
Al terminar la cena nos acercamos a la arena, la temperatura había bajado por lo cual nuestra estadía no sería muy extensa. Santiago avanzó un poco más allá del lugar donde se terminaba la austera iluminación para contemplar el cielo, cruzando los brazos a causa del frío.
—Vamos a necesitar buenos abrigos en la playa.
Me puse a su lado acompañándolo en su contemplación, el viento no nos quería en el lugar pero el cielo despejado se encargaba de retenernos.
—Hace mucho que no veo una estrella fugaz, solo satélites —contó con desilusión.
Inconscientemente comencé a mirar al cielo en búsqueda del fenómeno natural pero no tuve éxito.
—Nunca presté atención a eso —comenté.
Él siguió, en lo que parecía, buscando con insistencia hasta que se cansó y bajó la mirada al pequeño oleaje que se escuchaba pero no se veía.
—Cuando te conocí sentía que necesitaba miles de estrellas fugaces. Pero ahora no necesito ninguna.