Se terminaba de acomodar la llamativa nariz roja a su propia nariz natural, tenía las mejillas arreboladas, los ojos pintados de azul, y ahora solo le faltaba la peluca de colores que terminaría con aquel disfraz rebosante de felicidad y humilde ternura. Tampoco era una vestimenta que alguien con el dinero suficiente podría comprarse. Él utilizaba sus mismos tenis rotos de color negro, a sus pantalones azules les supo remilgar un par de tirantes de resortes amarillos, usaba una playera de colores que había guardado hace algunos años, se pintaba la cara con las acuarelas de maquillaje que podía costearse, o que le regalaban, y a veces, solo a veces, sonaba un silbato rojo que escondía entre sus labios. Estaba listo, los ojos le brillaban cada vez que miraba a la ventana, se reía mientras se maquillaba, no pensaba en los comentarios malos que suele dar la gente basura, solo era él, y nadie más que él en su pequeño momento de alegría.
Tenía veinticuatro años, y a pesar de eso, no le daba vergüenza tener que trabajar como payasito en los semáforos.
Besó la fotografía de su madre, que se hallaba atorada en una esquina de su espejo, y salió. La calle lo esperaba, el mundo lo esperaba y los niños también. Era lunes y tenía toda la semana para ganar dinero antes de asistir al colegio los sábados y domingos, porque eso sí, nunca abandonó la escuela.
Abrió la puerta a hurtadillas, miró a los lados y entonces la pudo ver, ella estaba ahí. Aurora se encontraba sentada en uno de los sillones de la entrada, cerca de su asiento estaba la mesa donde dejaba recargado el viejo bastón de madera, los lentes oscuros y un vaso con agua.
—¿Kevin? ¿Eres tú? ¿Ya te vas? —le habló con voz dulce.
Y todavía estando a su espalda, soltó una linda sonrisa que avivó aún más el destello natural de sus ojos. Despacio fue caminando hacia ella y le acarició los dedos de la mano.
—Sí, madre, es hora de irme, pero recuerda que regresaré en cuanto llegue la tarde —se arrodilló frente a las piernas de la mujer, le sujetó las mejillas con ambas manos, y sabiendo que no habría manera de que su progenitora lo pudiese ver, igual le sonrió.
—Mi niño lindo —contestó ella atrayéndolo hasta su rostro para besarle la frente—, solo te pido que tengas mucho cuidado. En este mundo no solo vive gente buena, y hay cada loco disparatado que podría lanzarte un auto encima.
—Lo sé, madre. Pero ¿qué puedo hacer? Tengo que ponerle todas las ganas existentes por los dos.
—¿Y después qué harás? ¿A qué hora te toca el turno en el hospital?
—A las ocho. Pero tranquila, Lupita me avisó que ella lo cubrirá. Necesita ganarse un dinero extra para comprar los medicamentos de su bebé enfermo, y yo no pienso negarle esa oportunidad.
—¿Entonces volverás más temprano?
Una sonrisa de pena partió los labios del muchacho.
—Yo pensaba quedarme a trabajar en la calle hasta después de las siete.
—Está bien, ten mucho cuidado que yo estaré esperando por ti. Hoy iré a dejar flores al cementerio.
—¿Al cementerio? ¿Y qué piensas hacer ahí?
—Me va a llevar Renata. Dijo que le quería poner flores a su difunto esposo y me pidió acompañarla.
El muchachito de ojos tiernos volvió a sonreírle. Renata era una vecina casi de mayor edad, que al igual que esta familia, había quedado desahuciada por la despedida de su esposo. La amistad que mantenía con Aurora era de años, tantos, que había aprendido a cuidar de ella, a darle los tratos especiales y a controlar la paciencia que una anciana suele perder.
—Madre, ¿no se te hace algo peligroso ir?
—Quiero hacer algo diferente, Kevin. No te preocupes, prometo volver antes de que caiga la tarde.
—Bueno…, si quieres yo podría quedarme y los dos podríamos acompañarla.
—No hijo, no te limites solo por mi condición.
—Está bien, trataré de quedarme tranquilo solo si me prometes que tendrás cuidado y llevarás el celular contigo. Sí recuerdas de qué lado se encuentra la tecla que contesta una llamada, ¿verdad?
—Sí, Kevin, lo recuerdo.
No se dijeron nada más y los dos se separaron.
Kevin tenía vida, tenía el único sueño de salir a delante por sus propios méritos, y lo que era más importante y la fuerza principal de ese impulso: tenía unas enormes ganas que nadie, absolutamente nadie le podría arrebatar.
Ese sueño por el momento era una simple y sencilla esperanza remota que día con día se iba apagando cada vez más, pero este “niño” era algo totalmente diferente. Se levantaba todos los días, tomaba un arcoíris de gasolina imaginaria y reavivaba esa llama para que lo siguiera manteniendo de pie.
Todos los días caminaba más de una hora para llegar a esa calle, la calle principal, puesto que era la unión del verdadero centro de la ciudad de Álamos y sus alrededores. Todos los días, especialmente de lunes a viernes, se llenaba de coches que, obligados por el semáforo, se detenían a esperar el cambio de luz. Entonces era momento para que los trabajadores de calle se lanzaran a ofrecer limpieza de parabrisas, golosinas, juguetes, periódicos, o simplemente… talento.
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Editado: 18.02.2023