Capitulo I
Tu Nuevo Hogar
"Escuche... ¡Son los hijos de la noche! ¡Que gran música la que hacen!"
Drácula - Bram Stoker
Ese día, el día de su llegada a Santa Poirier, una tormenta había caído sobre el usualmente soleado bosque que les rodeaba, haciendo caer truenos y relámpagos de entre las negras nubes que secuentraron durante tres largas horas el cielo. Jericó observó desde su ventana los altos árboles siendo sacudidos sin clemencia por los vientos huracanados de la tormenta, obligándoles a bailar a su danza de lluvia. Había algo tétrico en ese ambiente de truenos y oscuridad, pero para el joven observando todo desde la seguridad de las cuatro paredes de su cuarto, también había cierta belleza en todo ello.
Tal vez de haber sido supersticioso, aquella ira repentina del cielo le hubiera dado un mal presentimiento, un aviso del infierno que se avecinaba.
Pero Jericó nunca había sido esa clase de persona.
— Parece algo salido de una película de terror.– Se dijo para si mismo, sus ojos grises bien abiertos para no perderse nada de la tormenta igualmente gris sobre él.
Y sonrió sin saber cuanta razón tenia.
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Jericó Thompson Seton vivía su día a día con un optimismo simple más propio de la princesa de un cuento de hadas que un niño huérfano de carne y hueso, como sus compañeros le mencionaban a menudo cuando querían burlarse de él. Y en efecto, había algo femenino y "principesco" en él, no solo en su apariencia (Aunque sus cabellos de oro y su piel de porcelana ciertamente no ayudaban) sino en todo lo que él hacia: Había sembrado flores alrededor de la Casa Hogar y cuidaba que siempre estuvieran hermosas, alimentaba a los perros y gatos callejeros de los alrededores, rara vez se le veía sin una sonrisa en el rostro... En la opinión de todos, lo único que faltaba es que llegara un príncipe en un caballo blanco y se lo llevara, o que el rey y la reina de Quién-Sabe-Donde se aparecieran de la nada para anunciarlo como el hijo perdido de ambos.
No era de sorprender que muchos de los niños de su misma edad le odiaran, con ese odio infantil e irracional con el que solo los niños pueden odiar. Al principio hicieron de todo para hacerle sufrir; llamándole nombres, insultándole y destruyendo sus arbustos de flores. Pero después de un tiempo, tras ver que nada de lo que hacían parecia borrar esa estúpida sonrisa de su rostro, simplemente le dieron la espalda.
Pasaron los años, y finalmente llego el día en algunos de ellos se cansaron de ignorarle y decidieron ser sus amigos. Había más curiosidad en el gesto que otra cosa, todos ellos queriendo descubrir el porqué una persona podía continuar actuando de esa forma sin tener ninguna razón lógica para ello. Pero no obtuvieron respuesta.
Jericó, o Jeri para los amigos, parecía vivir en un mundo diferente al del resto de los mortales.
Era solo durante la noche, en la solitaria habitación que todavía no compartía con nadie, en la que Jeri sollozaba y gritaba en sueños, durante pesadillas tan horrendas que no podía siquiera recordar al amanecer.
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Así había sido la vida de Jericó hasta ese día de tormenta que cambiaría su vida.
Al despejarse el clima, él fue el primero en salir para ver en que estado había dejado la tormenta su jardin. Con la excepción de algunos tulipanes que habían quedado arrancados de cuajo, todo estaba en orden, y Jericó pudo respirar con calma.
Fue entonces cuando escucho el coche.
La Casa Hogar Para Niños y Adolescentes Santa Poirier, llamada así por una tal Marguerite Poirier que había sido santificada hacia siglos por razones que Jeri desconocía, estaba ubicada en una finca rodeada de bosques. No era común que algún automóvil desconocido se acercara por ahi, y mucho menos uno de lujo como ese, que por su tamaño y forma parecía alguna especie de limosina.
El auto se detuvo ante la entrada de la finca, y una figura delgada y baja abrigada con un chaqueta de piel negra salio de uno de los asientos traseros. Después de una corta conversación con el chófer que Jeri no pudo escuchar, cerró la puerta y el auto siguió su camino, dejándole solo frente a la entrada.
La figura se dio la vuelta, y Jericó pudo ver el oscuro rostro de un joven de su edad. Sus ojos, de un marrón claro casi amarillo, se clavaron en los suyos.
—...¿Quien eres? - Preguntó, pero el muchacho desconocido le ignoro por completo y entro en seguida al edificio.
Jeri, acostumbrado a ser ignorado, se encongio de hombros y continuó trabajando en sus tulipanes. Pero la mirada en esos ojos dorados continuó dándole escalofríos.