Uno de los muchos días en los cuales me era imposible encontrar tranquilidad, ya que la culpa me devoraba el alma. Vi en el televisor que una madre decidió envenenar a su hija para que ya no sufriera los síntomas de una extraña enfermedad que tenía desde que nació. Recuerdo que desee desde lo más profundo de mí ser que mi madre hiciera lo mismo, porque ya no soportaba más el dolor que me provocaba respirar, escuchar mi corazón latir sabiendo que el de mi amigo ya no lo hacía por mí culpa. Me desgarraba el espíritu escuchar llorar a mi madre todas las noches, ella intentaba ocultarlo, pero yo me daba cuenta. Pase noches completas sin dormir tratando de encontrar una explicación a lo que me había sucedido. Algunas noches intentaba ser positivo y me dormía pensando en que todo lo vivido no era más que una pesadilla, pero al despertar seguía sintiendo el mismo dolor al respirar y me daba cuenta de que estaba atrapado. Solo tenía nueve años y no era justo ¿Qué había hecho para merecer algo así? Ser un buen niño, darle todo el dinero de mi alcancía a mi madre para que lo donara. Odio a los que dicen que todo sucede por algo y que Dios no da una carga que no se pueda soportar. Explíqueme señor ¿Por qué darle una carga tan pesada a alguien que comienza a vivir?
Yo no hablaba ¿Para qué hacerlo? No tenía nada que decir, aunque si quería. Deseaba pedirle perdón a mi madre y a la de José por arruinarles la vida y a él por quitársela. En ese entonces nunca pude hacerlo, ni siquiera cuando en el baño trataba de practicar las palabras correctas. Nunca pude decir más que perdón, sin que sintiera que el estomago iba a salirse por mi boca y un mar de lágrimas a través mis ojos. Acompañados de gritos silenciosos, solo audibles por las personas que en verdad están sufriendo. Me di cuenta de eso, cuando una noche recostado en la puerta del baño mi madre me preguntó que por qué estaba gritando. Mi madre trató de abrir la puerta, pero yo la había cerrado. No dije una sola palabra, pero aun así ella escuchaba mis alaridos de dolor.
—Mami, no quiero ir a la escuela —fue lo primero que dije luego de un año sin dirigirle la palabra a nadie. Lo hice porque ese día en especial me sentía destruido. Fue como si todos los pedazos rotos que se habían caído de mi alma de repente cobraran vida y empezaban a dolerme. Era una sensación muy extraña, pero mi madre no pudo entenderlo, aun así tuve que ir a la escuela. Ese día, ni ella, ni nadie pudo escuchar mis gritos silenciosos. Por un momento me ilusioné y creí que estaría feliz de volver a escucharme hablar.
—No puedes quedarte solo — fue lo único que me dijo. Su voz se sentía tan gélida que no me atreví a decir nada más. No tenía por qué hacerlo, al parecer mi madre había dejado de quererme.
En la escuela que mi madre me inscribió había muy pocos alumnos, en mi curso creo que solo éramos diez. Nunca me acerque a ninguno de ellos, siempre me encontraba absorto en la nada.
— ¿Por qué nunca hablas? —me pregunto una de las niñas de mi salón. Yo no le respondí nada.
— ¿Te pasa algo malo? —siguió insistiendo la niña, pero yo seguía sin responderle.
—Si tienes algún problema debes contárselo a tus padres, ellos sabrán como ayudarte. Una vez una niña en mi otra escuela me molestaba todos los días y se lo conté a mi mamá y ella me cambio de escuela. Por eso te digo que ellos pueden ayudarte —seguía diciéndome la niña de forma insistente. Yo la escuchaba y la rabia iba apoderándose de mí, han pasado 18 años y aún no puedo explicar lo que me sucedió. Solo sé que de repente me abalancé sobre la única persona que trató de acercarse a mí y la empecé a estrangular, quería detenerme, pero no podía. La rabia me consumía y esa era la única forma en que sentía que podía descargarla. La pobre niña trataba sin éxito de liberarse de mí. Yo solo percibía como su vida se extinguía en mis manos. Cuando dejó de luchar la tomé por la cabeza y la estrelle contra la pared. Iba a seguir, pero vi la sangre y me detuve.
— ¿Tú volviste loco, muchacho? Si lo que quieres es matarme te aviso que ya estoy muerta y tú eres el asesino —me dijo mi madre en la dirección de la escuela frente a todos. En ese momento no me dolió, porque me lo merecía. Esa niña no me hizo ningún mal. Sin embargo, yo la herí de gravedad.
Llamaron a la policía y mi madre no hacía nada más que llorar desesperada. En un momento salió afuera para hablar con ellos y escuché algo de lo que decían.
—Por favor no se lo lleven, él es solo un niño —les dijo mi madre sollozando.
—Lo sentimos señora, su hijo cometió un crimen de adultos. El ya no es un niño —le respondieron los policías sin inmutarse.
—Lo es, lo es. Hoy cumple sus diez años —para ese entonces mi madre ya se encontraba hablando sola. Los policías habían ido a buscarme y frente a la mirada atónita de mis compañeros vieron como me llevaban esposado. Un año después se repetía la historia, solo que esta vez todo lo había hecho yo en plena conciencia de lo que hacía.