Como perros y gatos

Capítulo VI Atrapados durante una larga e insufrible noche

Don Aristóteles siempre se había considerado a sí mismo un hombre paciente a pesar de su carácter. Aunque le llamasen cascarrabias, esto solo significaba que no tenía tiempo para lidiar con gente y cosas que consideraba sin sentido. Y mucho menos a una edad en la cual consideraba que ya no estaba para aguantar ciertas cosas.

Sin embargo, durante aquella noche mientras se encontraba en la penumbra luego de durar más de una hora atrapado en el salón de fiestas de su edificio junto al viejo de Enrique, Don Aristóteles empezaba a considerar que su paciencia estaba por llegar a su fin.

Y es que, gracias a la señora Isabel, de nuevo se había realizado la reunión de condominio en aquel horrible salón. Y lo peor de todo era que además de la horrible decoración de unos quince años que no habían terminado de quitar, tuvo que aguantar más de una hora de lo que consideraba «pura habladera de paja» y una pérdida de tiempo. Después de todo, siempre era lo mismo: que si había que pagar por millonésima vez el arreglo del ascensor, que si alguien había arrojado una bolsa demasiado grande por el bajante de desperdicios causando que se atorara, que si de nuevo había cortes de agua y luz, y, por supuesto, no podía faltar el tiempo para enterarse de con quién se había metido la hija de la vecina del piso 10 o cómo los «amiguitos» del muchachito del piso 4 eran muy «raros»...

En conclusión, en aquellas reuniones no se decía nada que considerase productivo. Por desgracia, tras la insistencia de la señora Isabel y que su hijo Ricardo prácticamente le arrojó del apartamento con la excusa de que el socializar era bueno para las personas mayores y mantenía activa su mente, Aristóteles se vio arrastrado a una interminable y aburrida tortura. Una a la cual se habría negado de saber que, tras terminar la reunión, iba a terminar quedándose en el salón como el encargado de arreglar las sillas, junto al viejo Enrique que se había sumado a ayudarle mientras le preguntaba por su hijo Ricardo. Pero aquello no fue lo peor porque, justo cuando Aristóteles pensó que podría largarse de allí, fue «bendecido» con un corte de luz que le atrapó junto a Enrique dentro del salón. Desde entonces, ni la luz había regresado ni habían podido salir por causa de la cerradura electrónica que solía atascarse con fallas, y ningún vecino había pasado por ahí y escuchado sus gritos.

Y luego de tanto tiempo estaba perdiendo la esperanza de que al menos la señora Isabel se dignara a revisar si todo estaba bien en el salón, que aunque fuese la conserje esta no iba a aparecerse por allí en medio de un apagón, ya que luego de aquella vez que salió rodando por las escaleras debido a la oscuridad causada por un apagón anterior, la mujer parecía no poder olvidar su mala experiencia. Y su hijo Ricardo, ¿acaso se preguntaría dónde estaba?

Aristóteles lo dudaba.

Aquella noche jugaba uno de los equipos de béisbol favoritos de Ricardo y seguramente, su hijo en aquellos momentos estaría al borde de un ataque por no poder ver el partido mientras mentaba madres. Su hijo quizá no se acordaría de él hasta pasada la medianoche y después de ello, si aún no había regresado la luz, Aristóteles no quería pensar en cuánto tardaría Ricardo en intuir que su padre estaba atrapado en aquel lugar, puesto que las capacidades de deducción y la inteligencia de Ricardo no parecieron haber sidas heredadas de él.

Gruñendo de molestia frustración, Aristóteles intentó consultar la hora en su viejo reloj, lo que sin lentes y en medio de penumbra le fue imposible. Frustrado se fijó en la sombra del señor Enrique, cuya delgada figura parecía más un fantasma acechante al lado de la puerta en espera de que alguien viniese en respuesta de sus lamentos, que ya le estaban empezando a hacer doler la cabeza. Porque así admitiera que en principio sí gritó por ayuda, la dignidad le impidió seguir con semejante cosa. Mas al parecer la dignidad de un anciano no era algo que el viejo Enrique conocía.

—Ya cállese. No ve que nadie va a venir con esta oscuridad y menos con esos gritos de alma en pena que usted pega —dijo Aristóteles hastiado de la voz de Don Enrique.

Enrique detuvo sus gritos, para al parecer posar su atención en Aristóteles, puesto que, con la oscuridad, este no podía distinguir muy bien si el hombre en verdad le estaba mirando.

—Por favor, Don Aristóteles, si no grito nadie va a saber que estamos aquí. Y las señales de los teléfonos ni funcionan, como siempre que pasan estas vainas por aquí. ¿O es que acaso quiere quedarse aquí hasta quién sabe cuándo?

—No y menos con usted. Pero si ya lleva como dos horas gritando como chivo en matadero, ya no crea que alguien va a venir en medio de este apagón a acordarse del par de viejos que fueron tan pendejos como para quedarse encerrados aquí. Ya me imagino los cuentos de la señora Julia mañana —comentó Aristóteles un tanto mortificado por la idea de la lengua de la señora Julia.

—Pues, no se queje tanto y más bien por qué no piensa en algo para poder salir.

—¿Qué voy a estar pensando? ¿Es que usted cree que atravieso puertas como fantasma o qué? No hay ninguna manera de salir con esa condenada cerradura que ahora sí le da por servir bien.

Su comentario obtuvo un suspiro cansino por parte de Enrique.

Aristóteles tomó asiento en una de las sillas de plástico regadas por el salón y alzó la mirada hacia donde se encontraba Enrique, y vio cómo este había abandonado sus intentos de pedir ayuda para ahora ir de un lugar a otro como una fiera enjaulada, empezando a inquietarle.

—¿Es que usted no puede quedarse quieto? Me pone nervioso con esa paseandera de aquí para allá —espetó Aristóteles, quien se mostró desconcertado al ver a Enrique comenzar a arrastrar sillas hasta una ventana cercana—. Eh, eh, ¡¿qué está haciendo?! —Aristóteles se incorporó un tanto alarmado cuando Enrique intentó subirse en una de las sillas en un probable intento de suicidio.



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En el texto hay: comedia, lgbt

Editado: 07.01.2024

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