Como siempre y como la primera vez

CAP 11

Desperté poco más desorientada de cómo me dormí, me dolían los ojos, había llorado hasta dormirme con el rostro pegajoso de las lágrimas, costumbre poco sana que ya había adoptado con regularidad.

La noche había envuelto mi habitación en una burbuja que sabía que se reventaría porque fuera de mi cuarto seguía existiendo una vida, vida que seguía avanzando, creciendo y apagándose, sin que pudiera hacer nada para colocarle pausa a este perturbador vídeo de terror. Cuando somos niños siempre queremos ser adultos, pero ese proceso que te lleva de la niñez a la adolescencia te enseña que probablemente no es tan genial como sonaba al inicio. Yo no pude gozar de ese raro proceso, la vida se me había pausado y adelantado unos buenos capítulos que ahora notaba que realmente necesitaba.

No quería seguir creciendo si eso implicaba asumir lo que venía con el paso de los años, pero nadie me estaba dando opciones a elegir en realidad. Por toda la presión de ayer no me había puesto a pensar que había perdido a una de las personas más tiernas, amables y que más amaba en el mundo. Nani había muerto y todo señalaba que era por mi culpa.

Mi auto sabotaje emocional tenía todas las intenciones de continuar, pero el sonido del golpe de unos nudillos contra la madera de mi puerta detuvo mi flagelación mental para dar bienvenida a otra pizca de llamada que invitaba a reconocer que la realidad existía más allá de mi alcoba.

— Atila, soy Mathias. ¿Estás despierta?

Algo se encogió en mi pecho con el sonido de su voz, dándome el valor para aceptar a alguien más en mi burbuja infantil.

— Sí, pasa.

Su suave risa se dejó oír tras la madera haciéndome erguir sobre la avalancha de almohadas que cubría mi cama.

— Pasaría si la puerta estuviera abierta —pude reconocer el dejo de cierta diversión y nostalgia en su voz.

Me levanté y quité el seguro de la puerta, al instante de hacerlo, Mathias abrió la puerta y me miró con una cuidada sonrisa de lado. No pude evitarlo y salté a sus brazos llorando. Otra vez.

— Sé que es duro pequeña —admitió abrazándome con una fuerza que pretendía colocar cada pieza de vuelta a su lugar.

— Pero es que me siento un monstruo.

Caminé hacia mi cama y me senté abrazando un peluche que mi abuela me había dado, era un oso polar esponjoso que ya tenía una oreja un poco descocida, pero aun así se veía igual de lindo que cuando me lo regaló.

— ¿De dónde sacas eso? Tú no eres un monstruo, Atila. Jamás alguien tendría derechos ni razones para llamarte así —dijo acariciando mi mejilla borrando el paso de una lágrima con el pulgar mientras se sentaba a mi lado.

— ¿Pero te das cuenta de lo que me está pasando? Mira mi cabello. Mis ojos ya no son negros, se están poniendo azules. ¿Has visto el cambio que han dado mis ataques? De mis ojos, mis oídos, de la nariz, ¡me estaba deshaciendo en líquido azul! —llevé mis manos a mi rostro retirando las lágrimas a manotazos cuando el tono azul diluido comenzó a manar— ¿Qué me pasa?

— No lo sé, linda —la desesperación comenzaba a tomarlo a él también cuando me tomó sentándome en su regazo mientras esparcía besos en mi rostro—. No tengo idea de lo que está pasando, pero lo vamos a superar. Lo vas a superar, pasará y no tendrás que lidiar con esto nunca más.

Sus susurros comenzaron a perderse en mi mente cuando esa idea que había estado dejando en segundo plano quiso tomar protagonismo.

— Maté a mi abuela —resolví con voz quebrada.

Su rostro se contrajo con el impacto de mis palabras mientras él no dejaba de pasar las manos por mis brazos y rostro, como recordándose a sí mismo que ahí estaba.

— No. ¡No, por Dios Atila! ¿Qué cosas dices?

— Yo la maté —insistí—, ella enfermó tiempo después de mi caída. Sufrió mucho y fue por mi culpa. Yo la maté.

— No, Atila.

— ¡Sí! Y ahora me voy a morir yo porque sé que esto no es normal, que no tiene nada de lógica lo que me ha pasado hasta ahora, empezando por el hecho de haber despertado de un coma de tantos años. Cosa que a pesar de ser imposible pasó. ¡Soy un imposible! Soy como una impostora.

— ¡No! ¡Atila! ¡Eso no es cierto! —su grito retumbó con tanta fuerza en la habitación que hizo que me sobresaltara—. Eso no va a pasar, no podría vivir con ello. Sé muy bien que no es normal eso, pero deja de ver cosas malas y trata de ver el lado bueno, que es que has sobrevivido y estas aquí —tomó aire intentando calmarse, al parecer, para seguir sujetándome con fuerza—. Estás aquí conmigo y no te voy a dejar ir nunca más —dijo con la voz quebrada y me abrazó, escondió el rostro en mi cuello y lo sentí llorar contra mi piel.

En los años que conocía a este chico podía afirmar que nunca había visto a Mathias de esa forma. Físicamente tan fuerte, pero con un rostro lleno de lágrimas que me estrujaba el corazón. Me aferré a él como si me aferrara a la vida.

Aférrate a la vida, no la suelte, que todavía no termina. Aférrate a la vida con los dientes...

La canción que Tyler no dejaba de oír en su habitación desde que desperté se presentó como apropiada en mi mente en ese instante, ¿y cómo no? Si eso es lo que trataba de decirme mi mejor amigo con esas lágrimas surcando sus mejillas. Solté una risilla y me abracé más a Mathias con la placidez que me daba estar en su regazo. Olvidando el hecho de que ya no éramos niños, que él ya no era el pequeño que corría tras de mí para que me pusiera los zapatos, sino que era un hombre, y yo tampoco era la misma chiquilla que se duchaba con él en el lavabo de la casa de su familia cuando jugábamos en su jardín, sino que era una mujer.  




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