Sandra.
Siguiendo el consejo de mi amiga, intenté evitar a Arthur durante un mes. Lo hice con determinación, casi con disciplina. Pero era difícil. Seguíamos compartiendo la misma casa, y el contrato era claro: no podía cambiar eso, por mucho que deseara desaparecer.
Nos cruzábamos en lugares comunes, como si fuéramos actores de una obra sin guion. En las escaleras, donde el sonido de sus pasos me ponía alerta. En la cocina, temprano por la mañana, con el olor del café flotando entre nosotros como una tregua muda. En el garaje, entre coches relucientes y palabras no dichas. Y cada vez que coincidíamos, me esforzaba por fingir que no lo veía. Lo saludaba con educación, respondía con frases medidas, aceptaba sus regalos con un “gracias” seco, casi mecánico. Luego los guardaba cuidadosamente, como si fueran objetos peligrosos que no debía tocar demasiado.
Me costaba horrores contener las emociones. En mi familia nunca practicamos el silencio pasivo. Cuando algo dolía, lo decíamos. Gritábamos si hacía falta, llorábamos en voz alta, y luego… nos abrazábamos. Reconciliación tras catarsis. Pero con Arthur, todo eso era imposible. Él no gritaba. Él no pedía explicaciones. Solo guardaba silencio, uno que no era paz, sino una especie de juicio sin voz.
A veces me miraba largo, como si buscara en mis ojos una grieta por donde colarse. Como si suplicara, sin palabras: “¿Por qué hiciste esto?”
Y lo más insoportable era que yo no tenía una respuesta clara. No aún. Solo una confusión que no sabía ordenar, una culpa que no sabía si era legítima o aprendida.
Así que me escondía. En mi cuarto. En el jardín. A veces salía de la casa sin rumbo, como quien huye de una casa en llamas, pero no se atreve a mirar atrás.
En resumen, cada día que pasaba hacía que esta farsa doméstica fuera más insoportable. No por el ruido. Sino por el silencio. No por las peleas. Sino por todo lo que no se decía. Vivíamos bajo el mismo techo, sí. Pero el “nosotros” nunca existió más allá del papel. Lo poco que habíamos construido —una leve confianza, algo parecido a una amistad— se desmoronaba en silencio. Y lo más triste era eso: que nada se rompía, porque en realidad, nada había empezado.
Y, sin embargo, por más que intentara negarlo, había momentos —breves, traicioneros— en los que lo lamentaba. Lamentaba que nuestra relación no hubiera podido transformarse en algo más bonito. A veces, mientras cenaba sola o regresaba de alguna reunión tardía, me sorprendía recordando aquellas primeras salidas: las cenas en restaurantes tranquilos, las conversaciones inesperadamente fáciles, su manera de escuchar con atención, como si de verdad le importara todo lo que yo decía. No éramos amantes, ni pareja, ni siquiera amigos en el sentido pleno... pero por un instante creí que algo podría brotar de aquello.
Extrañaba eso. La ligereza. La complicidad discreta. El modo en que nos reíamos por cosas sin importancia. Me hacía falta su presencia —no la de ahora, distante y congelada—, sino la de antes, cuando todavía podía mirarlo sin rabia ni culpa.
Y sí… aunque no lo decía en voz alta, aunque ni siquiera lo admitía del todo ante mí misma: Arthur me gustaba. Me gustaba su manera de hablar, de caminar, de fruncir el ceño cuando pensaba. Me gustaba su voz al final del día. Me gustaba cuando no fingía ser un empresario, cuando se permitía ser solo un hombre.
Esa noche que pasamos juntos... no fue solo una consecuencia de la tensión acumulada, ni una reacción impulsiva. Fue un deseo mutuo, aunque lo envolviéramos en excusas. Y yo, por dentro, deseaba repetirlo. No por el cuerpo. No solo. Sino porque, por un instante, creí que nos habíamos encontrado. Y perdimos algo que ni siquiera tuvimos tiempo de entender.
Pero ahora él se alejaba. Con razón, tal vez. Con heridas. Y yo fingía que no me dolía, que no lo quería cerca, cuando lo único que quería —lo único que no podía pedir— era volver a tenerlo a mi lado… sin condiciones, sin contrato, sin culpa.
Pero ahora todo eso era imposible. Inimaginable, incluso. Desde aquella mañana en que Arthur, con la mirada rabiosa y la voz quebrada, me acusó —sin decirlo del todo, pero con la carga exacta de reproche— de haberme aprovechado de él mientras estaba inconsciente, vulnerable, casi catatónico… algo se quebró irremediablemente entre nosotros.
Y no fue la acusación en sí lo que más dolió, sino lo que implicaba: que, para él, ese momento que yo recordaba como un punto de ternura, de mutuo consuelo, había sido interpretado como un error. Como un acto de debilidad. Una invasión.
Nada se dijo con violencia, pero el juicio estaba ahí, en su tono, en la distancia inmediata que impuso después. Y yo no supe cómo defenderme sin parecer culpable de algo que no fue.
A partir de entonces, cualquier posibilidad de acercamiento murió. Incluso cuando, unas semanas más tarde, me pidió salir “como antes”, con un gesto tímido, casi infantil, y yo fingí no entender. Tenía miedo. Miedo de intentar algo que volviera a terminar en silencio, en desconfianza, en reproches. Miedo de tocar otra vez la misma herida.
En mi cabeza, la voz de Diana era como un eco que no se iba: "Dos rotos no pueden crear nada sólido". La frase me perseguía. Porque era verdad. Porque, aunque yo quisiera algo más, aunque él me gustara, aunque aún recordara su calor en mi cama… no podía ignorar que los dos estábamos hechos de escombros.
Y nadie construye una casa con ruinas sueltas.
Así que seguí evitándolo. Sonriéndole con cuidado. Agradeciendo con frialdad. Respondiendo con palabras limpias y medidas. Como si nunca hubiéramos compartido una noche. Como si no quedaran restos de algo que pudo —solo pudo— haber sido hermoso.
En esos días confusos, mientras todavía intentaba encontrar una forma digna de habitar el mismo espacio que Arthur sin desmoronarme, me llamó su madre, Catalina.
—Querida —dijo con esa voz amable, algo distante, que siempre mantenía intacta sin importar el tema—, estoy organizando algo sencillo para el cumpleaños de Arthur. Pensé en hacerlo en casa, pero no quiero incomodarte. ¿Te molestaría? ¿O crees que sería mejor en un restaurante?