Ese día fue la despedida, llegué a tu casa y toqué la puerta un par de veces. Al parecer, sabías que era yo y cuando te vi, te abalanzaste sobre mí y me abrazaste con todas tus fuerzas. Querías fundirme a ti, que quedara impregnada en tu cuerpo. Te devolví aquel gesto, te acaricié el rostro como tanto amaba hacerlo.
¿Cómo pudiste hacerme tanto daño pero hacerme sentir tan bien a la vez?
Te desahogaste y rogaste por perdón. Me querías, eso dijiste, pero la forma de demostrarlo era absurda. Yo ya no quería nada de ti, me había cansado, te di tantas oportunidades y tú las desechaste, me usaste como un títere, me tenías en la palma de tu mano y aun cuando lo sabías cerraste tu puño y me lastimaste. Nada te importó cuando era el momento de hacerlo.
Ahora que me iba te diste cuenta de lo que perdías.
Me besaste como si fuera la primera vez. Así como cuando me volviste loca con tan solo un roce de tu piel, pasaste pegado a mí hasta que me tuve que ir.
Te entregué aquella caja llena de hojas, en donde describía absolutamente todo y aprenderías lo que con palabras no pude decir.
Me sentía viva, aliviada y en paz...
Cosas que tu pocas veces me podrías dar.