Jess
Su pregunta rebota como en un trampolín mental.
Me hace temblar.
Me pone la carne de gallina.
Me consume en el más poderoso de los pasmos.
Las diminutas copias malignas de mí hacen acto de presencia, acomodándose plácidamente sobre mis hombros. Me miran con burla, y maldigo a todas las mantras en mi interior. ¿Por qué demonios siempre debo atraer malas vibras?
¿Por qué demonios tuviste que recordar que me pongo de los pelos cuando estornudo?
¿Por qué le importaría de todos modos?
Reacciona, Jess.
―¿Nerviosa? ―Mis palabras son gaseosas y atropelladas―. ¿Por qué demonios estaría nerviosa?
Para mi desgracia, otro estornudo me hace sacudirme espasmódicamente frente al castaño de ojos chocolate.
Eduardo me señala con su pulgar. No paso por desapercibido la ladina sonrisa que cuelga de sus labios. Disimula malditamente bien. Pero está ahí, brillante en la comisura de sus labios.
―Por eso.
Hundo un hombro como si no entendiese a lo que se refiere. Nunca es demasiado tarde para fingir amnesia.
―¿Nunca has padecido de crisis alérgicas? ―argumento de modo irrefutable.
Eduardo sonríe con los labios en un plano.
―Sí, solo recordé algo muy tonto.
Mis tripas se constriñen. Parte de mí ansía saber si se refería a cuando estornudo porque me pongo nerviosa, o si solo era otra hipótesis.
―Ponme a prueba.
Eduardo me mira fijamente durante un par de segundos antes de acomodarse, recargando la espalda del mueble. Suelta aire por lo boca, y me echa una fugaz miradita por encima de su hombro.
―Recordé que era una de tus manías estornudar ante los nervios ―menciona, haciendo que mi estómago se vuelva tan duro como roca―. Pero, lo has superado, supongo.
Supones.
Asiento de cualquier modo. Hago un estrambótico esfuerzo en esconder el rubor que ha marchitado mis mejillas ante su comentario.
No me esperaba que pudiese recordar algo tan insignificante como ese detalle. No es de mis atributos siquiera. Mi mente se vuelve una desastrosa maraña de pensamientos disonantes.
Me acomodo a su lado, abrazando mis rodillas.
―Bueno, todos hemos tenido que superar muchas cosas.
―Hay cosas que nunca se superan, Jess ―suelta, haciéndome girar el cuello en su dirección. Sus ojos marrones se han cubierto de una estela profunda.
Me tiembla el labio inferior.
―Hay que intentarlo.
―Lo sé ―dice con una firmeza que ruge en sus cuerdas vocales. Se pasa una mano por el cabello antes de volverse a mí―. Hablando de intentos... ¿recuerdas que el otro día le pregunté a Kenzie si podría ser mi colaboradora en mi proyecto?
Sé perfectamente el rumbo que tomará esta conversación, por lo que decido ponerme de pie, mientras me cruzo de brazos.
No puedo colaborar con él mientras mantenemos toda una vida a escondidas de Kenzie. A veces ella puede ser más insoportable que un puto grano en el culo, pero nunca podría herirla. Ella no me haría eso a mí.
―No.
Eduardo me sigue mientras me deslizo hacia el balconcillo.
―¡Venga, Jess! No veo por qué no puedes.
―¡Porque no! ―mascullo, rotunda. El aire ondea mi cabello, y siento a mi nariz arder ante el frío―. No insistas, por favor ―le pido al borde de la irritación. Una parte de mí está cruelmente consciente de que si continúa insistiendo...
Caeré sobre mis putas rodillas.
Y mis rodillas se estamparán contra rocas.
Y me dolerá. Mucho.
―Escucha; Kenzie no va a enfadarse. Si ella misma fue quien te sugirió, Jess ―continúa diciendo con su grave voz―. Solo inténtalo una vez. Si no te agrada... lo cortamos. ¿Bien?
Envío mil ordenes de resistencia a mi cerebro. Sin embargo, acabo mirándolo. Grave error. Sus ojos me miran de un modo que me trae cientos de recuerdos a la cabeza.
No. Rotundamente no, Jess.
―¿No vas a aceptar un «no» como respuesta?
Él niega. Su sonrisa desplegándose discretamente.
De algún modo, quiero echarme a reír tontamente frente a él. Pero lo evito, haciendo acopio de mis fuerzas más profundas.
―No suelo ser conformista ―canturrea con apenas un gramo de modestia.
―Ya veo ―replico. Me giro hacia las luces titilantes a la distancia cuando añado: ―Pero la respuesta sigue siendo un gran, potente e irrefutable «no».
Eduardo asiente.
―Tengo hasta la tarde de mañana para encontrar a alguien, Jess. Pudiera elegir a cualquiera, ¿sabes?
―Entonces, ¿por qué no lo haces? ―inquiero, ceñuda.
―Porque quiero que sea algo especial. Y no todos somos especiales ―enuncia. Se da media vuelta para conducirse hacia la salida del departamento. Sin embargo, antes de que pueda escuchar el sonido de la puerta al cerrarse, su voz vuelve a inundar mis oídos―. Tú eres especial, Jess. Siempre lo has sido.
Y se marcha, porque lo siguiente que precede a su voz es el sonido de la puerta al cerrarse.
Tomo una profunda respiración llenando de aire a mis pulmones que se sienten como dos trozos de carbones ardiendo en el interior de mi caja torácica. Sus palabras danzan como en una balada en cada rincón de mi mente, y el frío me causa escalofríos.
Tú eres especial, Jess.
Siempre lo has sido.
¿Por qué demonios me dice esas cosas justo ahora?
Me convenzo de que solo se trata de una gran táctica de manipulación. No existe posibilidad alguna de que siga siendo especial para él después de cómo acabaron las cosas para nosotros.
O... ¿podría ser verdad?
(...)
He llegado tarde a mi clase esta mañana, por lo que me ha tocado sentarme junto a un chico que no ha hecho más que meterse el lápiz en la nariz durante toda la clase.
El alivio crece en mi cuerpo cuando la profesora anuncia que hemos terminado la clase. Sin embargo, mientras me apresuro en coger mi mochila del suelo y salir disparada como un cohete fuera del aula, la voz de la profesora me hace dar puntapiés.