Jess.
Siempre me he considerado una persona demasiado puntual.
Tal vez sea esa la razón por la que odio que las personas sean impuntuales cuando quedan conmigo. Se supone que, si citas a una persona a determinada hora, estarás a esa determinada hora en ese determinado lugar.
Sin embargo, no encuentro ni rastros de Eduardo por ningún puto rincón de las escaleras del metro. Saco mi móvil para comprobar que no he sido la que se ha errado con la hora, y he llegado antes de tiempo. Pero al releer su mensaje, confirmo que me encuentro puntualmente en el lugar en el que habíamos quedado.
Vuelvo a sumergir mi móvil en el cálido bolsillo de mi abrigo, y recargo mis caderas de la barandilla de las escaleras detrás de mí, mientras las personas trajinan como infinitas colonias de hormigas a mí alrededor.
Oh, me vas a escuchar, maldito hijo de...
Solo que antes de que pueda terminar mi diatriba mental, una voz interrumpe en medio de mis pensamientos.
―¡Lo siento tanto, Jess! ―suelta tan pronto se encuentra a solo tres pies de mí. Su vos suena agitada, como si hubiese venido dando brincos desde su departamento hasta la estación del metro. Solo me dedico a detallar su atuendo. Un gran abrigo marrón pardo, un suéter gris y jean plomo.
―¿Puedo saber por qué te has retardado...? ―Conduzco mi vista a las agujetas del reloj que se abraza a mi muñeca, y alzo las cejas en su dirección―, quince minutos ―culmino. Ni siquiera hago un esfuerzo de ocultar el enojo que late en medio de la fonación.
Eduardo suspira.
―Compañeros de departamento que se odian ―responde con serenidad. Sin embargo, me vuelvo capaz de registrar el ápice de irritación que maquilla su gruesa voz. Él señala las escaleras detrás de mí―. ¿Nos vamos?
―Sí. Pero no vuelvas a dejarme esperando en plena temporada de frío ―le hago saber, mientras nos fundimos con el resto de las personas que se echan escaleras abajo.
El remolino de cuerpos me empuja hacia abajo, contracorriente. Maniobro deslizando mis dedos como esposas alrededor de la barandilla, para no perder el control de mis propios pasos.
―No sucederá, Jess ―dice mientras bajamos los últimos peldaños―. Bueno...
Nos detenemos frente a la taquilla en las que venden las tarjetitas de viaje. Él se encuentra mirándome fijamente, con sus cejas ligeramente arqueadas al igual que la silueta de sus labios.
Frunzo el ceño.
―¿Bueno qué?
―¿A dónde me llevarás? ―pregunta con un tonillo de inocencia demasiado acartonado.
Parpadeo, a la vez en la que le lanzo una mirada llena de confusión.
―¿A dónde te llevaré? ¿A dónde me llevarás tú?
Eduardo camina en un pequeño círculo, rodeándome.
―Pero, tú eres mi guía, Jess ―pronuncia, sonriendo con evidente diversión. Se acerca un poco hasta que su mirada equilibra la mía―. Me muero por saber qué tienes en mente.
Y este es justo el instante en el que medito en darme media vuelta, y desaparecer de la estación del metro y de su intensa mirada achocolatada. Siento a mi estómago constreñirse, y me las apaño para no demostrarlo.
No te rindas.
Hazlo por el viaje a Ámsterdam.
Me obligo a forzar una sonrisa de papel. ―Bueno, está bien. ¿Podemos ir cerca? ―Me lamo el labio, y miro rápidamente el reloj en mi muñeca―. Digo, no quiero irme tan lejos después de que me dejaste esperando quince minutos a tres grados bajo cero.
Él asiente, estrechando las cejas.
―Tú eres mi guía después de todo, Jess.
―También tu musa ―le recuerdo con mal humor, a medida que retomamos nuestro camino en dirección a la boletería.
Su sonrisa se despliega ante mi comentario.
―También, mi musa ―repite como si pudiese saborear casa silaba. Me sonrojo, involuntariamente. ¿Por qué demonios estás sonrojándote, Jess? Su risa inunda mis oídos, haciéndome sentir un ligero frío―. Me gusta como suena eso.
Una risa sardónica brota de mis labios.
―Ni se te ocurra.
Pido una tarjetita a la chica tras el mostrador, y me giro hacia Eduardo para cobrarle. Él pone una mala cara, pero sé que solo bromea. Se saca una carterita del bolsillo de su jean, y me tiende los billetes verdes. Se los tiendo a la chica, y le regalo una sonrisa antes de reanudar nuestro camino hacia una de las líneas del metro.
―Debiste buscarte otra guía ―le informo a medida que empujo el rotador para pasar al otro lado.
―¿Por qué?
―Porque ni siquiera sé si seré capaz de ubicarnos en esta enorme ciudad.
Eduardo asiente a la vez en la que empuja el rotador. Sin embargo, éste no se mueve. Él desliza la tarjetita una y otra vez, hasta que empieza a frustrarse.
―¡Tonta baranda, muévete!
―Estás haciéndolo mal ―le indico, al borde la risa. Tomo la tarjetita, y le doy la vuelta antes de volver a entregársela. Sus dedos fríos rozan los míos, y me chupo el labio para evitar seguir riéndome.
―Ya lo sabía ―murmura con ironía.
―Seguro, amigo.
Eduardo rueda los ojos antes de adelantarse. Nos detenemos frente a las líneas amarillas para aguardar por el metro, y aprovecho para sacar mi móvil y revisar mis mensajes. Kath Amante aparece de primero en mi casilla de mensajes, y me río ante el nombre con el que ella misma se agendó en mi móvil.
Me ha enviado una fotillo de ella junto al revoltoso Edmon, el hijo de Katherine. Él tiene la cara salpicada de purpurina azul y morada, y sus enormes ojos marrones al igual que su cabello, brillan con dulzura. Mikhail se encuentra sosteniéndolo frente al rostro de Kath. Mirar la foto me roba una sonrisa de los labios, y mientras tecleo una respuesta llena de emojis de corazones y pupusitos, mi móvil es arrebatado de mis manos.
―¿Qué coños? ―refuto, molesta.
Eduardo se guarda mi móvil en el bolsillo de su abrigo.