Las luces de la gala ya quedaron atrás, pero sigo sintiendo los flashes en la piel. El sonido de los aplausos, las risas falsas, las miradas curiosas, la presión en el pecho. Todo eso me acompaña mientras camino por el pasillo de la casa con los tacones aún puestos y el corazón descalzo.
Dante cierra la puerta detrás de mí con un clic suave, pero su presencia llena la sala como un rugido.
—Buen trabajo esta noche —dice, quitándose el saco.
Yo dejo mi cartera sobre el sofá y respiro hondo.
—¿Buen trabajo? ¿Eso fue para vos? ¿Un show?
—¿No es eso lo que acordamos? —responde con voz baja pero firme.
Me giro para mirarlo. Está desabrochándose la camisa, revelando la piel bajo la tela, y por un instante quiero odiarlo por lo fácil que le resulta todo.
—No fue un show, Dante. Yo no soy una actriz.
—No, sos peor. Porque vos no actuás. Vos sentís —lanza él, dando un paso hacia mí.
—¿Y vos no?
—Yo controlo lo que siento.
—Mentira.
Silencio.
Nuestros cuerpos están tan cerca como nuestras contradicciones. Y por primera vez, ninguno de los dos dice nada.
—¿Por qué dijiste eso esta noche? —pregunto en voz baja—. Lo de que fue lento. Doloroso. Inevitable.
—Porque es verdad.
Mi corazón se acelera. Una parte de mí quiere gritarle. Otra quiere besarlo.
—No está en el contrato, Dante —susurro.
—Tampoco estaba mirarte como lo hago. Ni soñar con vos. Ni querer matarte cuando te reís con otro hombre. Pero pasa, Jasmine. Me pasa todo el tiempo.
Su voz es un susurro entre roto y real.
—Esto no puede seguir así —digo, apenas audible.
—Tenés razón.
Y entonces pasa.
Él me besa.
O tal vez soy yo.
O tal vez los dos al mismo tiempo, como si el universo hubiera estado aguantando el aliento y por fin se rindiera.
Sus labios son urgentes, los míos rabiosos. No hay ternura, solo explosión. Mis manos en su camisa, las suyas en mi cintura, como si quisiéramos arrancarnos las mentiras del cuerpo.
Pero justo cuando el mundo empieza a girar distinto, él se separa. Apenas unos centímetros.
—Esto cambia todo —dice, con voz rota.
—Sí —respondo—. Pero todavía no sé si para bien.
Nos quedamos ahí, respirando en el mismo espacio, sin saber qué hacer con lo que acabamos de romper.
Y lo peor de todo es que ya no sé si tengo ganas de arreglarlo.