Suelto un suspiro cuando comprendo que otra vez estoy aquí, metida en el autobús y apretujada como sardina en lata. Todavía me encuentro algo somnolienta mientras trato de arreglar el desastre que es mi cabello. Haberlo peinado una y otra vez a la mañana fue en vano: las ondulaciones doradas parecen tener vida propia… y, oportunamente, estilo propio también.
Si bien no hay mucho para hacer con él, soy persistente. No porque me importe su apariencia, sino porque en verdad quiero distraerme, buscar otra cosa en qué pensar. En general, no suelo sentirme demasiado cómoda en las multitudes, menos cuando las personas a mi alrededor no dejan de empujarme de un lado a otro ni de observarme como si fuese alguna especie de bicho. Es probable que eso último sea producto de imaginaciones mías, quizás la gente se siente igual de incómoda y molesta que yo, y por eso crispa el rostro cuando cruzamos miradas, como una forma de comunicar «oye, esto apesta».
Aunque, a decir verdad, seguro luzco peor que un zombi con dos litros de cafeína encima. La noche anterior no pude dormir muy bien: los nervios me consumían por dentro y, además, era como si una extraña emoción hubiera embriagado mi cuerpo.
¡Como si comenzar el último año del colegio fuera una experiencia sumamente excitante para sentirse así!
Aprieto mi mandíbula al pensar en el instituto. O, mejor dicho, en algunas de las personas que se encuentran en él. El colegio no solo me enseña el contenido de las asignaturas, sino que me empuja a aprender que el mundo no es tan amistoso como alguna vez pensé que lo era. Ahí aprendí que en la vida existen personas que quieren lo mejor para mí, pero también comprendí que puedo toparme con las que harán lo posible para destruirme tanto como ellos lo están por dentro.
Es duro tropezarme con la maldad de la gente cuando no estoy preparada para sentirla chocar contra mi piel. Incluso es mucho peor no saber qué ocasiona esas reacciones. Cielos, ¡ni siquiera ellos están al corriente sobre cómo responder esa pregunta! Parece que simplemente odian, hieren porque sí. Así que cada año no me queda otra opción que unir todas las fuerzas que puedo tener y seguir adelante a pesar de las circunstancias.
Pero no todo es malo en el instituto: tengo a mi grupo de amigas que siempre me sacan sonrisas, incluso en los días más grises. Soy una chica aplicada, nunca suspendí ninguna asignatura. Las cosas este año no tienen por qué salir mal, tal vez incluso mejoran. ¿Por qué no? Tengo pensado disfrutar de él tanto como pueda hacerlo.
Sonrío para mí misma cuando, paradas después, puedo sentarme en un lugar que se ha desocupado. Coloco mi mochila encima de mis piernas, la abrazo y apoyo la cabeza sobre ella para descansar. El viaje al colegio no es tan largo, pero todavía me quedan alrededor de veinte minutos de camino.
Sin meditarlo demasiado, dejo que mis ojos se cierren por lo que me parece una eternidad.
Intento ver a través de la brumosa neblina, pero no puedo percibir nada.
Floto en el mismísimo abismo de lo desconocido, sin nada tangible a mi alrededor, solo niebla que ni siquiera parece real: de alguna forma, esta tiene luz propia.
Esa extraña luminosidad no me parece encantadora, sino agobiante. Siento que el peso del mundo recae sobre mis hombros, como si tuviera que hacer fuerza incluso para poder respirar o moverme. Necesito salir de allí, pero ¿cómo? No hay puertas, ni ventanas. Cielos, no hay espacio.
Estoy encerrada.
Y aterrada, eso también.
De pronto, un ruido ensordecedor parece llenar la nada. Es como una voz que suena lejana, como si hubiera sido reproducida hasta llegar a mí gracias al eco. Tapo mis oídos para intentar acallarla, pero inevitablemente cala profunda en mí.
A pesar de la distorsión, puedo entender a la perfección qué está diciendo:
«Cuidado».
Me despierto sobresaltada, sintiendo que una mano se posiciona sobre mi hombro. Incluso antes de abrir los ojos, mi cuerpo adopta una actitud defensiva, se endereza y se aleja de quien sea que me toque, aunque solo logro chocarme de forma torpe con alguien más.
Abro mis ojos con prisa para encontrarme con un chico de mirada verde y labios curvos que parecen divertirse a costa de la situación que me ha hecho vivir. Lo reconozco de inmediato; es Steven, un tío bastante popular en mi colegio.
—No quería asustarte, pero ya casi bajamos, Emma —me avisa, articulando una de esas sonrisas que rompen varios corazones por día—. Te ibas a pasar de parada.
Steven no me cae mal; de hecho, me demostró que es amable y simpático las pocas veces que, años anteriores, intercambiábamos un par de palabras en los pasillos o cuando nos cruzábamos en el viaje en bus. No es burlón ni arrogante, sino todo lo contrario, suele ser agradable con las personas y eso no es algo que el colegio desconociera. Es un chico tan amado como codiciado por la población femenina del instituto, incluso por parte de la masculina también.
En cambio, yo parezco una especie de repelente humano.
—Gracias, Steven —respondo con voz rasposa, lo que produce que me aclare la garganta para volver a hablar—. No sé cuándo me quedé dormida.
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Editado: 01.02.2023